Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
En ningún lugar del mundo puede haber un río tan azul ni un follaje tan verde. Sólo aquí, al sur del sur, en las antípodas planetarias. Nueva Zelanda, con sus defectos y virtudes, puede jactarse de ser uno de los últimos lugares de la Tierra donde el hombre hizo pie. No en vano la naturaleza se conserva tan pura y virgen. No en vano el azul es tan azul ni el verde tan verde.
“Bienvenido al país más joven del mundo” reza uno de los eslóganes oficiales. Hábiles e ingeniosos, los “Kiwis” (nombre con el que también se conoce a los neozelandeses) saben como aprovechar las dotes de su tierra. Le sacan el jugo a la situación, desarrollando una infraestructura turística que bien envidiarían los emprendedores de nuestro país.
Las mejores muestras de aquellas virtudes se encuentran en Queenstown, capital vacacional de la ex colonia británica. Ubicada en la isla Sur, esta pequeña ciudad de 10 mil habitantes, resume en su entorno lo mejor de los paisajes de Oceanía. Una serie de cadenas montañosas, bosques, lagos y ríos la rodean, espacios en los que el candor del medioambiente se mantiene intacto. Aunque, por supuesto, regado de hoteles, restaurantes y centros de recreación de todos los tipos y formas imaginables. Naturaleza y negocios conviven pacíficamente, más allá de la contradicción que pueda generar la combinación de dos vertientes evidentemente disímiles.
En la montaña
Obviemos la interminable gama de emprendimientos turísticos locales (muchos de ellos relacionados con los deportes extremos, como el “Bungy Jumping”, un entretenimiento donde los visitantes más intrépidos se lanzan al vacío desde una plataforma de hasta 134 metros, sólo sostenidos por una soga elástica aferrada a sus pies) y focalicemos nuestra energía en la verdadera esencia de Queenstown: la montaña. En ese sentido, se destaca el Ben Lomond Track, una caminata de entre siete y ocho horas, que lleva al viajero desde el centro cívico hasta las entrañas de los cerros. La primera parte del camino (perfectamente señalizado, como todos los circuitos de montaña de Nueva Zelanda) atraviesa un precioso bosque, hasta llegar a la cima de la colina, donde se adquieren espectaculares vistas de la ciudad y el lago Wakatipu, núcleo de la zona. Luego, un extenso camino a cielo abierto desemboca en la cintura del Ben Lomond. A partir de ahí todo será en empinada subida. El esfuerzo se paga con creces al llegar a la cima, donde el agitado pero feliz caminante obtiene una asombrosa panorámica del distrito de los lagos. Valga la descripción anterior como ejemplo. En realidad, la lista de circuitos a realizar es inmensa y hay para todos los gustos. Citarlos sería en vano, con nombres en inglés que podrían antojarse ajenos y remotos. Ben Lomond ayuda a tener una idea de dichas excursiones, que simbolizan el extraordinario y sumamente accesible patrimonio natural de esta tierra llamada Nueva Zelanda.
Tierra de hobbits
Siguiendo la carretera que bordea el lago Wakapitu a través de 40 kilómetros de recorrido, se obtienen panorámicas que estimulan la sonrisa. El cuadro absorbe toda la atención, con picos nevados que se mezclan con el agua y el entorno boscoso. Así llegamos a Glenorchy, un encantador pueblito que a su vez ofrece gran cantidad de caminatas. El lago torna en un celeste furioso, al tiempo que las montañas se rodean de misteriosa neblina. La bruma sólo logra potenciar su belleza. Entonces, el viajero comprende por qué el director Peter Jackson eligió esta región maravillosa para filmar gran parte de la trilogía de El Señor de Los Anillos. Los paisajes que J. R. R. Tolkien describe en las páginas de su libro, encajan a la perfección con las figuras del distrito de los lagos. Aquí, en el sur de Nueva Zelanda. Donde más.
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