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23 de Enero de 2011
Lecturas de verano
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Otro domingo con el calor a nuestras espaldas. Otro domingo para seguir disfrutando con los textos que ustedes, los lectores, nos acercan. Seguimos abriendo el espacio para mostrar a nuevos valores que nos ofrecen sus escritos y pensamientos.
En esta oportunidad tres hombres se adueñan de nuestras páginas.
Agustín Ortega es de Capital Federal, tiene 16 años y escribe cuentos y poemas. Hace un par de años que se ha iniciado en la actividad literaria apoyado por su grupo familiar. Ha conseguido el primer lugar en el concurso de la Biblioteca Alejo Iglesias por un cuento llamado "Una penumbra en la fábrica", en la categoría adolescente.
José Luis Glanzmann nació en 1982 en esta ciudad. Es técnico en Comunicación Social en el Inescer y se encuentra realizando la tesis de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la UNVM. Ha participado del taller literario que coordina Dolly Pagani, colaboró en diarios y revistas de la ciudad.
Para finalizar les presentamos un poema de Eduardo Patricio Wyse, que nos entregara en mano hace algún tiempo. Rinde tributo con él, a una celebridad que ha marcado la historia de los hombres. Un texto que nos invita a reflexionar y a pensarnos de una manera diferente.
Recuerden que nuestras vías de comunicación están abiertas para recibir las creaciones literarias de nuestros lectores. Esperamos sus envíos por correo electrónico o acercándolos a nuestra redacción, en sobre cerrado indicando que es para nuestra sección "EL DIARIO Cultura".
Hasta el próximo domingo.
Darío Falconi
eldiariocultura@gmail.com

JACK
Agustín Ortega

Jack Daniels recorría a paso vacilante y presuroso la calle White. Como siempre sucedía, aquella madrugada fúlgida de domingo se encaminaba hacia la capilla. El siempre se dirigía allí por pequeñeces. Pero esta vez la situación era distinta.
Y en verdad mucho peor.
Había matado accidentalmente a su mujer. Sólo había sido una discusión común y corriente, pero Jack tenía casualmente en aquel momento un cuchillo en la mano. Ella se había balanceado torpemente hacia él, y el arma de filo la traspasó fluidamente. Jack debió enterrarla en el patio trasero de su hogar. Por cada palazo con el que sacaba y ponía tierra, una y otra parte de su ser fue derrocándose, y en donde su corazón solía estar y sentir, ahora tan sólo había un instrumento para bombear la sangre, hundido en una profunda oscuridad.
El terreno por el que avanzaba era áspero y abrupto. Los rayos ígneos del sol bañaban su agotado rostro; entrecerraba los ojos incesantemente. En sus piernas predominaba un ligero ardor, producido por la larga caminata, y su constante debilidad. Le faltaban tres cuadras, y añoraba con inagotable fervor poder acudir allí. Por dentro sentía que si lograba llegar, curaría sin duda la profunda y putrefacta herida que había agrietado su alma. Miraba para atrás, para adelante, para la derecha, para la izquierda. Temía que alguien o algo lo acusara y lo condenara a un sufrimiento perpetuo. En su mente revoloteaba sin descanso o receso alguno la idea de que la culpa fue entera y totalmente suya; inexorables oscuridades de arrepentimiento brotaban en lo más profundo de su insondable ser, como voces a la espera de torturarle con decirle la verdad. Y la verdad era que el la había matado. Sólo él.
Siguió caminando, vadeando una por una las sendas de las calles. Su energía iba menguando. Tenía la cabeza gacha, junto con su mirada. Pero hubo un momento en que elevó la vista. Y fue entonces cuando contempló, con ajeno y desdeñoso horror, al cuerpo de su mujer. Su rostro, exhausto y anémico, estaba cubierto de sangre, y su vestido blanco se encontraba parcialmente teñido de marrón, con sangre seca. El fantasma lo miraba con desdén y desprecio. De su mujer emanaba una hediondez repulsiva e indescriptible.
Jack salió corriendo, aspirando y exhalando el oxígeno proveniente del ambiente con una rapidez agitada y convulsiva. Vio que tan solo restaba correr una cuadra. Ahora deseaba estar, más que nunca, en la iglesia. En un momento miró sobre su hombro: su difunta mujer lo perseguía al igual que un animal salvaje. Elevaba las piernas a una altura sobrehumana, y casi le tocaba los talones a Jack. Este último corrió como nunca en su vida, valiéndose de lo que le quedaba de vitalidad.
Y gracias a aquel último impulso, pudo recorrer la suficiente distancia como para tan solo distar unos metros de la iglesia. Exhausto y casi derrotado, dio por fin con la iglesia. La veía desde afuera como una gran luz incandescente, imperecedera y resplandeciente. Atravesó con fuerza la puerta de entrada, y cuando al fin estuvo dentro, miró a través de la perilla de la puerta. Veía a su mujer que, paralizada como si algo le impidiese ingresar, se esfumó como bruma con el soplo frío de aire del oeste.
En el interior de la iglesia, se dejó caer al suelo, flaqueó y perdió la conciencia. Había intentado esforzarse más de lo que su cuerpo le permitía. Lo único que le despertó fue una voz lejana aunque clara. Abrió los ojos, y vislumbró el arrugado y bondadoso rostro del cura. Le pidió de confesarse, y así lo hizo. Desde ese momento, hasta el lejano final de sus días, Jack pudo vivir en paz, respirando tranquilo, ya sanado de la ponzoñosa estocada que la muerte de su esposa le había proferido.
PARAFRASEANDO
HOMENAJE A MARTÍN LUTHER KING
Eduardo Patricio Wyse


Yo tengo un sueño
Sueño con la supremacía de los fines
sobre los medios,
el día de los honestos sobre los vivillos,
cuando el servir supere al servirse.
Sueño con la investigación científica,
en silencio, contra el cáncer…
El día cuando se donen los derechos
pudiendo los investigadores vivir
y, también, progresar.
Sueño, cuando las leyes protejan
al desposeído, al dueño de la verdad;
los abogados defiendan al sentido común
y los jueces también.
Sueño en el día en que envejecer
no sea punible y la juventud
no sea comparable.
Sueño cuando desesperemos por ser,
no necesariamente parecer.
Y por qué no, cuando el parecer
se parezca al ser.
Cuando los servidores puedan vivir,
procrear hijos e ideas.
Sueño el día en que los mercaderes
distribuyan ideas
antes de distribuir armas.
Distribuir hijos y no balas;
y también los comunicadores
piensen en lo mejor
y no estimulen lo peor de nosotros.
Sueño en el día cuando los distribuidores
de ideas superen a los de códigos,
o que los códigos descubran
la verdad y no la escondan.
Sueño en el día cuando los docentes,
verdaderos docentes,
no parezcan ingenuos
sino decentes. Sueño,
cuando nosotros los médicos
nos respetemos y seamos
respetados seres humanos.
Sueño en el día cuando la salud
sea un bien y no una mercancía
y nosotros continuemos en el bien.

BALCÓN
José Glanzmann

Ahí está la ventana
donde te asomaste la última vez que me esquivaste
no hay otra ventana

caerse;

cáete de una maldita vez
contra el césped verde cortado húmedo al ras

a ras del suelo del primer piso
logro encontrar
cierta esperanza

esperanza que es humedad en agosto
adivinanza
mujer atesorada en el frente de mi casa
calidez
antialérgico para el fin del mundo
jamás anunciado de manera oficial.

IDIOMA EXTRANJERO
José Glanzmann

lo que es miedo ya está escrito,
radicado

permeable
en el cuerpo

es bueno descubrir a los veinte y pico
que tu cuerpo es el de un dictador
o un abuelo que canta en otro idioma

canto en otro idioma
miro con otro dialecto
converso, pregunto

cometo los mismos errores
que un aprendiz de idioma extranjero

una y otra vez, repito:
errores
gramática y fonética
lengua equivocada cada vez
que estoy frente a los muros,
rostros livianos.

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