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30 de Enero de 2011
Destinos - Santa Cruz - El Calafate
Vecino del Perito Moreno
La pequeña ciudad patagónica es parada obligada antes de visitar el glaciar más imponente del mundo. Ansiedad y nervios, a la espera del gigante de hielo
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Una de las postales más típicas de la Patagonia y del país

Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO


Sólo hace falta pararse de frente y mirar. Es la única inversión necesaria. Glaciar Perito Moreno, uno de los espectáculos naturales más extraordinarios de este planeta, vive acá. Bien al sur, lejos, en un rincón del oeste de Santa Cruz. Pero acá, en Argentina. Hay que ir. Mirarlo. Y nada más. Demasiado sencillo para tanta recompensa junta.


La previa

Todo comienza en El Calafate, pequeña localidad y paso obligado para quien acude al glaciar. Es la última parada antes de la visita cúlmine. Será por eso que las mentes y los cuerpos prefieren pasar unos días en la ciudad. Pisan el suelo como buscando aclimatarse, previo al desgaste emocional que demandará semejante experiencia.

Ahí están los miles de turistas, dando vueltas. Haciendo cosas sin hacer nada. Se pasan las horas en los restaurantes, en los hoteles, en los cámpings, de compras. Intentando matar el tiempo y la ansiedad. Peculiar es ver la cantidad de extranjeros que copan la parada. Canadienses, chinos, suecos, australianos, rusos, japoneses. Nadie en el mundo quiere perderse lo que viene. Aún así, El Calafate ofrece algunos paseos alternativos como para amenizar la espera. Prácticas que se asemejan a una picada antes del plato principal.

En ese sentido, destacan las caminatas o cabalgatas por los alrededores, visitando sitios como el lago Roca. También las excursiones a los preciosos cerros de las cercanías (los más loados son el Huyliche y el Frías) o a la reserva ecológica de Laguna Núñez. Lugares bonitos para conocer y admirar. Pero que en comparación con el Perito Moreno, son sencillamente insignificantes.


Donde habita el glaciar

El gran día ha llegado. Tras recorrer los 80 kilómetros más largos del universo, llegamos a la tierra prometida. El ingreso al Parque Nacional Los Glaciares viene con mucho verde, color que contrasta con la aridez del camino. Luego, tras descender del coche y realizar una breve peregrinación por las pasarelas, aparece él. Es un monstruo precioso. Un delirio de hielo y maravillas que se clava en la sien, y no deja lugar a otra cosa más que admirar. Celeste diáfano brota del espejismo, con bosques y montañas decorándole las espaldas. Como si le hiciera falta.

Su gloria está compuesta por un frente de cinco kilómetros de longitud y 60 metros de altura. Valores suficientes para que, desde una grada ubicada a cuatro cuadras de distancia, el viajero crea estar palpándolo. Sensación que para algunos se convierte en realidad: existen empresas que ofrecen caminatas sobre el glaciar, con paseo por el lago Argentino, incluido.

Entre pausa y pausa, los armatostes de hielo que caen sobre el agua suenan como estruendos. Lentamente, el glaciar se va resquebrajando. Acciones naturales que a la postre redundan en desprendimientos, cuyas imágenes dan la vuelta al globo.
No obstante, estos fenómenos se vienen produciendo con una secuencia alarmante. La última ruptura (2008) fue dos años después de la anterior. El dato es aún más preocupante si se tiene en cuenta que aquella caída de 2006 tardó 16 años en producirse, lo que denota un sostenido aceleramiento del proceso. Consecuencias sin dudas relacionadas con el calentamiento global y la crisis ecológica que sufre nuestro debilitado planeta.


Petrificados

Pasan las horas: una, dos, tres, cuatro y la gente sigue ahí. No hay más para hacer, pero nadie se mueve. Tal vez una vuelta por las pasarelas, como para apreciar la gala desde distintas perspectivas: más cerca, más lejos, más abajo, más arriba. Pero la esencia del acto es la misma. Cabeza con rumbo a los Andes, sentidos atentos. Y mirar. Un millón de veces, mirar. Quién podría cansarse.




Ruta alternativa - La vida en carpa

Escribe
El peregrino impertinente

Parar en carpa es una de las mejores formas de disfrutar el viaje. Lo sabían los pieles rojas, los siux y Kevin Costner, cuando aceptó protagonizar la exitosa película “Danza con lobos”. “El hecho de poder experimentar cómo era la vida de los indígenas en las tiendas, con todo lo que eso representaba para su cultura, era un anhelo que tenía desde muy pequeño. El encanto de la campiña, la pureza de los paisajes, el aire libre… en fin, la simpleza de lo cotidiano. Aquello fue decisivo a la hora de aceptar el papel. Pero más aún lo fueron los 25 millones de dólares que me embuché por filmar ese bodrio”, dijo el actor una vez estrenado el filme, rodeado por tres blondas supermodelos en su mansión de Beverly Hills.
Como decía, parar en carpa resulta una experiencia maravillosa. Lo más interesante es hacerlo en el medio de la naturaleza, alejado de cualquier terrorista que te ponga la colección completa de “Jacinto, el Rey de la Cumbia” en la parcela vecina. Pero por lo general, optamos por el cámping, un lugar que está ubicado en el punto exacto entre la civilización y la barbarie. Una especie de limbo donde el acceso a agua caliente, baños y luz, convive con la ausencia de microondas, computadora, aire acondicionado y la voz de Tinelli todos los días a las 10 de la noche.
Qué cosa más linda el cámping. Yo lo pienso y se me hace agua la boca. No hay como prenderse un pucho sentado en la reposera, a la luz de las estrellas, las brasas chispeando al lado. De frente la carpa, ropa colgada y la incomparable sensación de saber que todo lo demás está de más. Así se pueden pasar una, dos, tres, cuatro semanas. A la quinta, el romanticismo se va al carajo y volvemos arrastrándonos a los brazos del Siglo XXI, la heladera y el DVD. Al fin y al cabo, no hay lugar como el hogar.

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