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Pepo Garay

Todas las urbes del mundo encuentran en las obras religiosas algunos de sus baluartes arquitectónicos más apreciados. Villa María no es la excepción. Nuestra ciudad ostenta construcciones relacionadas con la fe que destacan entre el cemento. Son una serie de reliquias dispersas en el casco céntrico y la costanera, patrimonio local que brilla con luz propia. Distraídos por la rutina y las urgencias cotidianas, las pasamos de largo, ignorando sus hechizos. Es hora de conocerlas como se debe.

@ La solemne Catedral

El Circuito Religioso comienza en la Catedral Inmaculada Concepción. Punto de referencia permanente, el espléndido edificio destaca como uno de los más agraciados de la provincia. Su espléndida figura reluce enfrente de la plaza San Martín, explanada que mejora la riqueza de la fachada. Este templo se comenzó a construir en 1884, bajo las órdenes del presbítero Pablo Colabianchi Cicerone, el arquitecto Dante Ortolani y el pintor Fray Guillermo Butler, quienes recibieron inspiración del clasicismo de las grandes basílicas romanas.
Recorrer su interior a paso lento y sin apuro es encomendarse a los encantos del arte. Cada elemento, cada detalle de la nave principal y las filas laterales, están perfumados con finos trabajos artesanales. Eso, sumado a las enormes dimensiones del complejo, genera goce automático. Imposible no delirar con las pinturas desplegadas en muros y bóvedas. Fruto del talento del gran Fernando Bonfiglioli, merecen un pedestal aparte.
Luego de deleitarnos con la composición madre de la arquitectura villamariense, nos dirigimos hacia los bordes del río Tcalamochita. La Gruta Nuestra Señora de la Virgen de Pompeya es la segunda parada. Todos sabemos que el sitio es un punto de recogimiento y rezo donde muchos ciudadanos van a inyectarse de fe. Pero pocos conocen su historia. El oratorio nació en 1940, a consecuencia de una promesa realizada de boca del por entonces intendente Salomón Deiver. El mandatario había viajado a Buenos Aires para jurarle a la Virgen de Pompeya que si su esposa se curaba de una grave enfermedad que la azotaba, él haría erigir una ermita en su honor. Un año después de aquellos acontecimientos, la mujer sanó completamente y Deiver cumplió con su pacto místico.
Continuando por la costanera, aparecemos en los límites del barrio Santa Ana, donde el Cristo Redentor ilumina paseos y movimiento con su proverbial silueta. Desde 1942, el altillo ofrece muy buenas panorámicas del río y la ciudad a partir de sus 20 metros de altura.

@ Otras tres joyas

Ahora es tiempo de retomar las arterias céntricas. Subimos por calle Mitre hasta que se convierte en avenida Sabattini, para encontrarnos con la Capilla San Antonio. Esta agraciada iglesia es la única de estilo neogótico del municipio. Las terminaciones, tan majestuosas como sombrías, seducen al caminante, quien se ve imbuido por lo infrecuente de las formas. El campanario domina desde lo alto, a puro gris, dándole al cuadro la impronta buscada. La construcción del templo se remonta a 1926, año en que la Congregación de Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas decidió llevar a cabo el proyecto. Adentro, lo solemne del ambiente queda respaldado por pinturas y ornamentos traídos de la Casa Fratecelli Bertarelli de Milán, Italia. Hoy se encuentra en restauración.
Continuando por calle General Paz, justo antes del cruce con bulevar Vélez Sarsfield, surge impoluta la Parroquia de La Santísima Trinidad. Otra joya escondida, se inauguró en 1939. Los interiores también fueron ordonados por el pincel de Bonfiglioli, quien entre 1958 y 1961 se encargó de eternizar la belleza del lugar. Posee tres altares: el mayor, dedicado a La Santísima Trinidad, y dos laterales: uno consagrado al Sagrado Corazón de Jesús y otro a la Virgen del Buen Remedio.
Finalmente, asoma el referente menos conocido del circuito y tal vez por eso mismo, el más interesante. Es la Capilla Nuestra Señora de la Merced, también llamada de Yucat. Ubicada dentro del casco de la estancia homónima, en las afueras de Villa María, recoge la espiritualidad de los ambientes rurales. De rasgos simples, es una ventana a épocas remotas: habría sido construida en 1630. Dan testimonio de ello los muros de adobe y las rústicas terminaciones en madera. Las técnicas de edificación utilizadas en aquellos tiempos se traslucen evidentes.
El final del recorrido nos deja plenos de satisfacción. Son obras que usualmente vemos de reojo, en actitud distraída. Hoy las observamos en profundidad, otorgándoles la importancia que se merecen.