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6 de Febrero de 2011
Destinos - Lago Titicaca, Bolivia
Con rumbo a las aguas sagradas
En el lago navegable más alto del mundo, majestuosos paisajes se mezclan con aires de leyenda. La huella del Imperio Inca, presente en cada postal
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Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO

Los incas ya lo intuían. Hay algo diferente en este lugar. Aires raros, sensaciones fuertes. Un misterio grande como el contorno del lago explica los estremecimientos. Lo hacían saber sacerdotes y hechiceros: el origen de la civilización incaica se hospeda aquí. Puras, vírgenes, divinas, de sus aguas surgieron los primeros hombres. La isla del Sol, epicentro de la región, había parido a Manco Capac y Mama Ocllo, los hijos del Dios Sol. Ellos serían los encargados de darle vida al Imperio y de crear la historia.
A partir de esta y otras maravillosas leyendas, el viajero se ve arrastrado por un universo plagado de misticismo y fantasía. Descargas que lo llenan de curiosidad y entusiasmo. La mitología juega un rol trascendental en su itinerario, fomentando la contemplación, estimulando el recogimiento. Todo ocurre al norte de Bolivia, al sur de Perú. En el Titicaca, el lago sagrado de los Incas.

Rumbo a la isla del Sol

En lo alto del Collao, en la cordillera de los Andes, el lago Titicaca hace valer sus credenciales. Un fenómeno natural de 8.300 kilómetros cuadrados y 1.120 kilómetros de costa, empinado a 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar. Es el lago navegable más alto del mundo y, probablemente, uno de los más lindos. Pararse en los bordes es inyectarse de inmensidad. Directo, de un solo golpe. La energía del experimento viene con un panorama de agua infinita, con montañas bañadas de hielo que asoman la cabeza allá, lejos.
Entonces, habrá que tomar algunas de las muchas barcazas que ofrecen sus servicios en la costa del pueblo de Copacabana e inmiscuirse en la totalidad del gigante. Hacia aquellos rumbos partimos, con el ojo vigilante, la emoción al viento. Tras hora y media viendo cómo algunos paisanos pescan su alimento y las montañas se acercan, arribamos a la isla del Sol. Hermosa por donde se la mire, prioridad es caminarla mucho. Los restos arqueológicos de Chinkana resultan la más contundente prueba de presencia inca. Descendientes de los antiguos propietarios de esta tierra, son los lugareños quienes administran la isla. Humildes y sencillos, hablan con un español entrecruzado: su lengua materna es el aymara. El turismo llegó zamarreándoles las tradiciones y las costumbres. Pero también brindándoles una vida más digna.
Tras la charla con los locales, sobreviene la hora de la caminata. Dos horas de esplendidas panorámicas de la isla y el lago, subidas, bajadas y cielo abierto, dejan al visitante en la zona sur del archipiélago. Brindando mayores certezas del pasado, allí aparecen la escalinata de Yumani y las ruinas del Pilkokaina. Mientras, el sol anuncia su deceso. Es hora de volver.

Vuelta a Copacabana

La llegada a Copacabana encuentra al visitante agradecido con la experiencia, pero sediento de más cultura. Una caminata por el diminuto poblado ayudará a conocer las costumbres autóctonas, entre ruidosas fiestas donde la chicha corre como reguero de pólvora. El estilo boliviano se refleja en el atuendo de las mujeres, siempre con sus vestidos largos, cabellos trenzados y bombín. En los fondos de la aldea la música suena fuerte y todos bailan. En la arteria principal, en cambio, el ambiente es de tranquilidad. Turistas provenientes de todo el mundo atacan los restaurantes, deglutiendo exquisitos platillos a precios irrisorios. Tras la cena, una caminata por las callecitas de tierra, con fotos a la impresionante Basílica de Copacabana. Luego, a dormir. Aguarda un merecido descanso. Y sueños de leyenda.



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