Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
“La Linda” la llaman, y errados no están. Salta es un canto a la belleza. Desde la ciudad hasta alejados parajes el distrito se caracteriza por sus apuestos escenarios, rematados con terminaciones de calidad. Una amalgama de postales que se multiplican a lo largo y ancho del terreno, construyendo un perfil decididamente seductor. Así es la provincia norteña. Se gana el apodo con sobrados argumentos.
Ciudad de Salta
El cuartel general está en la capital. Allí es donde el viajero abre el mapa y comienza a calentar la mente. Sentado en uno de los tantos bares de calle Caseros, repasa con el dedo la constelación de propuestas. Luego endereza el cuello y comienza a disfrutar del aquí y ahora en Salta. El itinerario lo marca un elegante y caudaloso circuito histórico. Ahí están las construcciones que tan bien identifican el talante del lugar. Estilo colonial que convida con ejemplos como el Cabildo, el Convento San Bernardo y una multiplicidad de casonas antiguas y museos. Sin embargo, son sus iglesias lo esencial del repertorio: La Basílica de San Francisco se erige como uno de los templos más bonitos del país. Esta última se encuentra lindera a la plaza 9 de Julio, núcleo de urbanidad y punto de encuentro de los locales. Cerquita, la Catedral, otra joya del plano, presenta orgullosa los distintivos propios del neobarroco. Mientras tanto, la idiosincrasia salteña respira en los alrededores. Son los dueños de casa quienes le dan color al asunto, estampando calles adyacentes y peatonal con su tonada característica y su peculiar estilo.
Sobre el horizonte, la silueta montañosa permite adivinar un importante surtido de sitios por visitar. Basta con atravesar los límites del municipio para descubrirlos. Poblados como La Caldera o Villa San Lorenzo empiezan a esbozar los rasgos del interior, donde todo se vuelve más pausado y tradicionalista. Vaqueros también aporta lo suyo, mientras la ruta indica nuevos rumbos.
Valles Calchaquíes
El camino se abre y con él, paisajes estremecedores vienen a brindar con nosotros. Cerros rojizos se mezclan con el verde circundante. Arboledas y arroyos a la vera del camino. Quebradas que se acercan y se van, matando la monotonía. Los Valles Calchaquíes dicen presente.
Estos tesoros norteños van delineándose a medida que la ruta 51 se choca con la mítica 40. Es en Cachi donde el recorrido propiamente dicho rompe el hielo. Rodeado de gigantescas cumbres, el pueblo perfuma el ambiente con aires de armonía y vida costumbrista. Un lujo en forma de casitas de adobe. Con destino sur, surgen primorosas localidades como Angastaco y San Carlos. Pero es en Cafayate donde aguarda el premio mayor. Pequeña ciudad en la que cada visual conquista un corazón. Hileras de montañas en anaranjado y violeta marcan el área, para delirio del visitante. Más cuando a eso se le suma la traza de los viñedos, galardonada alfombra. Las plantaciones de vid cuentan cuál es el principal sostén económico de la zona, además del turismo. Bodegas repartidas a la vera del camino figuran como el complemento perfecto del escenario.
El resto
Volviendo la vista al norte, el viajero comprende todo lo que le queda por disfrutar. La remota región de La Puna, con sus salares, lagunas en altura y volcanes, da prueba de ello. San Antonio de los Cobres, punto cardinal del itinerario del Tren de las Nubes, es el referente de aquellas latitudes. Sobre el extremo opuesto, en el noreste, el panorama cambia drásticamente. Las yungas vienen con selva y verdes incandescentes, ideales para el safari fotográfico y las caminatas. La ciudad de Tartagal sirve como búnker de actividades en la zona.
La última parada se llama Iruya. Encantadora aldea de montaña, ofrece las panorámicas más impresionantes que el hombre pueda captar. En el límite con Jujuy, y alejada del mundo, es la frutilla de semejante postre.
Ruta alternativa
Viajando en un lechero
Escribe: El peregrino impertinente
Existen varias formas de viajar a Córdoba Capital: en auto, en moto, en tren, en bici, en helicóptero, en sulky, en monopatín, en cosechadora, en zancos, en autito chocador, en multiprocesadora… en fin, las opciones son vastas. Pero sin duda, la manera más común para los villamarienses es utilizando el colectivo. Medio de transporte que resulta más seguro que el sulky y mucho más práctico que la multiprocesadora.
Claro que en esa elección, el usuario debe decidir entre otras sub-opciones. Uno puede escoger entre coches “directos” (que van por autopista y demoran una hora y 50 minutos), “expresos” (dos horas y 15 minutos) y “locales” (dos horas y 40 minutos, que parecen cinco días y medio). Hace poco, deseoso de romper con lo cotidiano, me tomé un local. Hacía por lo menos una década que no realizaba el viaje de esa forma. Y la verdad es que lo disfruté muchísimo.
Ahí fue el coche, intimando con los municipios que reposan a la vera de la ruta 9. Frenando en las esquinas, despidiendo y cargando pasajeros y dando tiempo suficiente para apreciar el movimiento local desde la ventanilla. El colectivo, que también suele ser denominado “lechero”, paró en cada ciudad, pueblo, comuna, dispensario, parrillada y cancha de pádel que se le cruzó en el trayecto. Una práctica molesta para quien anda apurado. Aunque sumamente aconsejable para aquel que tenga el tiempo de apreciar los pormenores del camino.
Ya a la altura de Toledo, las fuerzas me comenzaron a menguar, entre un acelerador y un freno que se repartían el protagonismo. Saben como funciona: cualquier persona, en cualquier lugar del camino levanta la mano y ya está el chofer dispuesto a picar el boleto. Suerte que las vacas no saben alzar la pezuña, que si no, todavía estábamos viajando.
La verdad es que estoy muy feliz de haber revivido esa experiencia. Pero más feliz de que existan las autopistas.
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