Antes de entrar a revolear la media bajo el bendito techo del Anfiteatro que impide ver las estrellas y los fuegos artificiales, me voy a quedar un rato afuera, con los que la ven pasar, la ñata contra el vidrio. Porque no tienen el privilegio de acceder a garpar 20 mangos por un choripán de plástico tipo Mc Chory (o ¿más choro?, no sé bien hablar en inglés) afuera, con los que no tienen la posibilidad de acceder a pagar 10 pesos una botellita de agua, ni que fuera agua bendita o que hubiera ido el bufetero a derretir el Perito Moreno para conseguirla. Aunque siempre -a pesar de lo carísima - siempre será mejor que el vino que venden en la peña de Los Soñadores ¡Papito! Me dieron ganas de decirle al Gordo Salas “Che, ¿el vino, no vino?”, pero tuve miedo de que se enculara, porque ya bastante calentito estaba con cómo lo habían tratado los organizadores del Festival. De todos modos, no tiene por qué agarrárselas con el público amigo y vengarse tirando cuetes como tiran antes de actuar en su peña. Un colega me dijo que es para dejar a la gente medio sorda, así no advierten las pifiadas. Pero yo no le creí. Otro colega me dijo que no eran cuetes, sino fuegos artificiales eso que tiran antes de actuar. Pero a éste le creí menos todavía. Si eran cañitas voladoras de la Navidad pasada... Y esto me hace acordar que quería dedicarle un párrafo a la pirotecnia fría. Yo sé que el mundo cambia y que lo que antes se llamaba gordura ahora se llama sobrepeso, lo que antes se llamaba peluquero ahora se llama coiffeur, lo que antes era que te sacaran al trote ahora es hacer footing y lo que antes era la bicicleta fija, ahora se llama spinning, pero antes, ahora y mañana, en mi barrio, en la cancha y en los carnavales de Villa Nueva, el papel picado será papel picado y nunca jamás pirotecnia fría. No jodamos muchachos... ¡Basta de espejitos de colores!
Pero volvamos afuera, que es donde estábamos antes de entrar, porque el Off Festival tiene lo suyo, che. Y no sólo en las peñas y las calles, que es donde se concentra la mayor cantidad de gente (porque ni regalando entradas han podido llenar el viernes y el sábado), sino porque en esta bendita 44º edición del Festival de Festivales, teñida con la anilina de la publicidad de la gestión de Eduardo I disfrazada de show, al mejor estilo tinellesco, sello indiscutible de la nueva organización, parece que el techo del Anfi y el Aeropuerto fueran las vedettes de la fiesta popular más arraigada que tiene la ciudad. Como si de repente, esas dos cosas, fueran las que convocan o hay que destacar. En todo caso, eso sería si fuera el Festivaval de la Obra Pública, organizado por el Ministerio de Bienestar Social, pero en un festival de música, quiero creer que aunque todo cambie, lo principal son los músicos. A menos que sea de Música Industrial, esa que se hace con ruidos de máquinas laburando. O sea, ¡basta de chamuyo! Por favor, a la máquina de humo déjenla para hacer efectos en el escenario, mezclado con las luces. Y no es que uno no aprecie la obra, pero es como si un boy scout ayudara a una ancianita a cruzar la calle y después anduviera diciéndole a todo el mundo “ayudé a una nonita a cruzar la calle y no le saqué la billetera, qué bueno que soy, qué bueno, que soy, qué bueno que soy”. En todo caso, para eso está ¿no?, el boy scout para ayudar a las viejitas y los gestores para gestionar. Entonces, y para usar una metáfora que viene al caso, avión que llega no es noticia.
Y nos vamos a demorar todavía un rato más en despegar porque no quiero embarcar sin antes decir que parece que no importara tanto qué artista viene al Hernán Figueroa Reyes como el hecho de que lo haga vía aérea. Y eso me afecta directamente, porque yo, Lechuzón, plumífero al fin y al cabo, dueño en parte del espacio aéreo local, nunca jamás fui invitado a cantar en el Anfi. De envidia, hablo. Y sí, lo reconozco.
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