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Al centro de la escena, sombrero en mano, Amadeo Sabattini |
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Escribe: Horacio Cabezas (*)
El doctor Amadeo Sabattini va sintiendo el peso de las adversidades que le depara el último tramo de su dignísima vida. Su salud está quebrantada y el cuidado impone severas restricciones a su actividad profesional y política, pero los requerimientos de sus pacientes, amigos y partidarios no cesan.
Hace su última presencia en la tribuna partidaria.La multitud efervorizada, como impulsada por un secreto presentimiento lo ovaciona con pañuelos en alto. Pero ese imponente espectáculo, antes que una alborozada recepción, impresionaba más como una dolorosa y conmovedora despedida.
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El desenlace fatal llegó a hora imprecisa del último día de ese febrero bisiesto de 1960. Cuando ocurrió lo inevitable, el estupor y la consternación se apoderó de la gente. La ciudad tomó un ritmo inusitado. En los rostros de la gente, se percibían los gestos de pesar y sorpresa. Es cierto: ¡ha muerto don Amadeo! Y en las primeras horas de la mañana, la gente cambia su rumbo habitual y va presurosa hacia la casa de la calle Moreno 270.
La arteria ha sido clausurada y los vehículos, desviados. Consignas policiales y agentes de Tránsito hacen esfuerzos para evitar el caos. Ya se escuchan las emisoras que propagan las noticias en frecuentes repeticiones. Los programas habituales pasan a segundo término.
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Los diarios aún no editados, cambian con toda urgencia su diagramación. La primicia arrasa contra todas las columnas editoriales y aparecen entonces los grandes titulares en primeras planas.
Don Amadeo era el tratamiento que imponía el afecto del pueblo, el tratamiento de quienes lo admiraban y respetaban.
Ahora abruman los recuerdos y relatos. Su palabra cautivante con la que conquistaba a las personas, la agudeza del pensamiento y la firmeza de su conducta que lo llevaron a los primeros planos de la consideración nacional. Todo es imagen y nostalgia, mezcla de voces apagadas y sollozos contenidos.
Muchos de sus amigos lo rodearon de una amistad sin límites. Cuando en los primeros años de la década del ‘30, la irracional persecución política de la dictadura hizo lo suyo, la orden de detención filtrada a través de algún teléfono o desde los mismos mandos de persecución, movió rápidamente a sus amigos para procurarle, con todo riesgo imaginable, refugio seguro, librándolo de nuevos encarcelamientos y mayor vejamen personal y moral. Los chicos del barrio le servían de correo secreto para comunicarse con sus amigos.
Los que ingresaban a su consultorio, conocían el frasco, símbolo de sencillez y austeridad; era el receptáculo de los sobrios honorarios que voluntariamente depositaban algunos de sus pacientes, a lo que agregaban muchos aportes generosos que hacían sus amigos. De lo que el frasco contenía, se satisfacían los compromisos del dueño de casa. Parecía regir una consigna: los que tienen ponen. Los que necesitan sacan.
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Expiró tendido en una pequeña cama de barrotes. Su aposento no iba a ser distinto al de otro grande de la República que vivía en la calle Brasil. Uno y otro vivían en la cueva, mención inicialmente peyorativa con la que se pretendía ridiculizar los hábitos de austeridad, pero que a poco fueron el símbolo que enorgullecía a sus amigos y admiradores, porque desde allí se irradiaban las virtudes ciudadanas, se imponía la ética y se setenciaba severamente la corrupción política y la deshonestidad administrativa. Una mesita de luz, una mesa más grande a guisa de escritorio, fotografías de su familia, la estatuilla de Mahatma Gandhi, unos libros y algún otro objeto completaban el mobiliario de ese recinto. Ese ambiente interior y exterior, viviente y humano, y unas cuantos rosales que conocían sus confidencias, era el mundo íntimo y virtuoso del doctor Amadeo Sabattini.
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La calle Moreno conducía a la Meca y por ella llegaron las personalidades de la política nacional. Los amantes de noticias que dan calor y motivo a las tertulias parroquianas, encontraban material narrativo con sólo pasar revista a los automóviles y carruajes que, procedentes desde los más diversos y a veces insólitos puntos del país, se estacionaban en las inmediaciones de la calle Moreno. Sobre lo tratado o conversado en esas entrevistas, a veces se tejieron las más insólitas fantasías.
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Las vecinas lo agasajaban con hacendosos potajes especialmente preparados para él. A la tarde, su merienda consistía en el té con tostadas que doña Piba Tenedini le preparaba diariamente en su casa de calle Catamarca 548, en una salita a la que don Amadeo concurría a la hora puntual, lugar al que ingresaba y se servía sin anuncio y sin necesidad de atención alguna. A esa casa amiga, lo llevaba y esperaba, en su mateo, su fiel amigo Aureliano Ojeda.
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Las ofrendas florales han colmado la residencia, siguen llegando y se depositan en desorden a lo largo de la vereda; hay cincuenta metros cubiertos de flores. Llega la emisora televisiva “Sucesos argentinos”. Esta y los corresponsales gráficos, enceguecen con sus flashes y tomas fotográficas.
Durante dos días y dos noches, desfilan las personas por la calle Moreno, todas las clases sociales se dan cita en esa dolorosa circunstancia. La ciudad no alcanza a albergar a tantos visitantes que, llegados desde distintos puntos del país, no encuentran alojamiento. Pasan las noches en las plazas, recostados en los bancos o tendidos en los canteros, o apostados en los bares que a propósito se avienen a permanecer abiertos en horarios ininterrumpidos.
A la una de la tarde -era miércoles- el gentío, agolpado dentro y fuera de la casa. Se inicia el cortejo tras apretujones y sobresaltos, precedido por eminentes figuras partidarias, las autoridades de la Nación y la provincia: sus familiares y amigos y una marea humana que se agranda paso a paso, a medida que recorre el trayecto a pie. A la vera de ese camino, la gente apostada desde temprano parecer saludar con un silencio conmovedor. El cortejo se detiene frente a la Municipalidad y, en la sede del comité partidario se despliega una bandera partidaria enorme, tiene cincuenta metros de extensión y marcha a la vanguardia del cortejo. Otra multitud lo espera en las adyacencias de La Piedad. Las informaciones dijeron que se habían concentrado treinta mil personas para acompañar y despedir los restos del doctor Amadeo Sabattini. Nunca la ciudad vivió momentos semejantes; nunca vivió un sentimiento tan profundo.
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Se apagaba la palabra del último orador (fueron 29 los que hicieron uso de la palabra) y el sol se ponía irremediablemente en el ocaso. El día tocaba a su fin. Todo había terminado. Amadeo Sabattini, el político auténtico y enigmático, el caudillo de las multitudes, la personificación de la intransigencia frente a la corrupción y el negocio electoral, el gobernante visionario y austero, “ese vozarrón que viene de la plebe” como lo calificara en forma laudatoria uno de los líderes de la Reforma Universitaria, el médico intuitivo y humano, ese señor anfitrión de infinidad de visitas que pasaron por su casa, entraba a la historia de la nacionalidad y ésta, se enriquecía con la página de una vida virtuosa que sería ejemplo de dignidad ciudadana.
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La vida y obra del doctor Amadeo Sabattini, es un verdadero código de moral cívica que debiera ser conocido por las sucesivas generaciones.
(*) Ex intendente de Villa María y miembro de la Junta Municipal de Historia
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