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En los noventa, la gremial negoció con el poder la entrega de ramales |
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Pedraza y el crimen mayor
“Ramal que para, ramal que cierra”, dijo algún lenguaraz de tiempos privatizadores. Y repitieron a coro los diarios del sistema (es decir, todos los diarios). La cleptocracia, de la mano de Menem, Duhalde, Dromi, Cavallo, Ordóñez y otros sátrapas bien pagos y bien dispuestos, le bajó el pulgar al tren. Y decidió que la empresa pública Ferrocarriles Argentinos dejara de ser pública. Dejara de ser empresa. Dejara de ser.
La dirigencia de los gremios ferroviarios, traidora a la herencia de un siglo, negoció con ese poder privatizador algunas prebendas: “El Belgrano Cargas lo queremos para nosotros”; “El tren a Mar del Plata podría ser provincial y así le damos trabajo a muchos compañeros”; “El paro se levanta porque no vamos a poner palos en la rueda a la política del Gobierno nacional…”
Muy pronto, los ramales “no rentables” fueron desactivados y los pueblos que vivían de esos trenes comenzaron a morir. Las empresas concesionarias empezaron a explotar los tramos “rentables”, sin hacer una mínima inversión en mantenimiento de rieles y parque ferroviario. A la vez, las empresas “tercerizadas” (integradas por familiares y amigos de la dirigencia sindical) comenzaron a facturarle al Estado –viejo negociado- por servicios que nunca se prestaban. Y ambos, concesionarios y tercerizadas, empezaron a disfrutar de un subsidio que llegó a superar el presupuesto entero de los ferrocarriles cuando eran empresa pública. Hasta hoy.
Las inagotables propiedades ferroviarias (al costado de las vías, alrededor de las estaciones, en los puertos, en las ciudades) comenzaron a ser administradas por la ONABE y otros organismos cuyos funcionarios se enriquecieron vendiendo o concediendo esos bienes que eran del pueblo argentino (aunque el pueblo no había sido debidamente informado).
Por último, quedaron las orillas, los áridos terraplenes junto a las vías, los depósitos abandonados, las playas de maniobras desactivadas. Allí se establecieron los “sobrantes” de la sociedad, los expulsados, los NN del hambre y del crimen (y del crimen del hambre). Y todavía están, en Retiro, en Agüero y en los siete puentes, en los vagones oxidados, allí donde la “ciudadanía” no llega. Allí donde la “Asignación Universal” se vuelve particular y esquiva.
En todo eso, el secretario de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, tiene mucho que ver.. El martes pasado, la Justicia lo mandó a buscar a su piso de Puerto Madero (un barrio residencial, lujoso) para que responda por el asesinato del militante obrero Mariano Ferreyra. Una minucia. Una mancha más para el leopardo. Pero todavía nadie lo ha llamado a Pedraza para que responda por el asesinato del tren.
El pueblo que está solo y espera
Raúl Scalabrini Ortiz (¡pongámonos de pie!) supo estudiar a fondo el negocio de los trenes y el transporte público en una época argentina. Don Raúl alcanzó a ver la nacionalización y estatización de los ferrocarriles argentinos, en los ‘50. Pero, más importante, alcanzó a ver la constitución de una empresa pública donde los obreros, los empleados, los ingenieros y directivos compartían la mística de un proyecto que nos contenía a todos, a los maquinistas, los señaleros, los boleteros y los pasajeros del tren.
Ya no está don Raúl (y menos mal que no está, porque se ahorró este mal trago) para ver que en José León Suárez hay una villa miseria donde los chicos recogen las migas que caen de los trenes y los contenedores descarrilados. Ni para ver que la Policía los mata a balazos como una plaga o una especie silvestre de los campos, que amenaza la propiedad privada.
Ya no está para ver que la empresa Ferrobaires –propiedad del estado provincial- desinvierte en vías, en coches y en locomotoras. Y anula los frenos de las formaciones para no tener que gastar en su mantenimiento. Y provoca choques como el de San Miguel, en febrero, con cuatro muertos y casi un centenar de heridos.
Menos mal que no está don Raúl para ver que en José C. Paz, muy cerca de San Miguel, el tren ya no es sólo una posibilidad regular y horaria de suicidarse, sino que también sirve para matar a otro, arrojándolo a las vías.
Y menos mal que no vive don Manuel, poeta inmenso, para ver que ya no vendrá ningún tren desde La Viña hasta Alemania. Que no tendrá su padre que calzarse la gorra ni ponerse el chaleco, y no tendrá que tocar la campana.
Contó una vez Roberto Arlt –si la memoria no nos falla- que aquelµ “hombre que está solo y espera” de Scalabrini Ortiz, aquel hombre “de Corrientes y Esmeralda”, era el hombre que llegaba a una estación unos instantes después de que el último tren había partido. Ha pasado mucho tiempo. Y muchos trenes. El hombre solo de Scalabrini ha devenido en un pueblo. Y ese pueblo merece una nueva historia. Y un nuevo tren. En él pensamos. Y para él escribimos.
Oscar Taffetani
Agencia Pelota de Trapo
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