Escribe: El Peregrino Impertinente
En la mayoría de los países hispanohablantes, se tiene por costumbre usar doble apellido. En las ex colonias portuguesas, como Brasil, no hace falta: todos son Da Silva. Chile, Paraguay, Bolivia, España, Colombia… allí la gente lleva tanto título paterno como materno. Algunos hasta usan más, ya que le agregan el de sus abuelos y tíos. Práctica sin demasiado sentido para mi gusto. Pero váyaselo a decir a Juan Carlos Díaz López Díaz López Díaz Díaz Díaz López y ya verá como se le enoja.
Pero en Argentina, no. Aquí vendría a ser una tradición ligada casi exclusivamente a la alta alcurnia. Joaquín Romero Urdapilleta, Mercedes Allasino Wisconsin, Elsa Pallo Pallocro, etcétera. La costumbre viene por los tanos. En las épocas tempranas de inmigración, los millones que vinieron desde la península a la zona del Río de la Plata marcaban territorio. Las mujeres cocinaban la pasta y lavaban los platos ¿Qué es eso de querer ponerle el apellido a los raggazzos? ¡Niente, vaffanculo!
Una vez, estando en la ciudad de Trinidad, Uruguay, me detuvo la Policía. Simple pedido de documentos, una formalidad. El tipo abre mi identificación e interroga, con el acento más uruguayo que escuché desde que Enzo Francescoli dejó de aparecer en la tele: “Oigame ¿y su otro apellido?”. Yo quedé en orsai: “No jefe, en Argentina no usamos dos; sólo el del padre”, respondí. Lo que me costó hacerle entender a ese recio hombre sobre el particular.
El oficial señor seguía revisando las hojas de atrás, como queriendo encontrar algún apellido escondido por ahí. Un rato después se dio por vencido. Devolviéndome el DNI, murmuró: “Vaya nomás”. Después se mordió los labios para no decirme lo que yo sabía que me quería decir: “Y que sea la última vez que anda sin el apellido como corresponde”, le leí en la pupila. Y sí, alguna orden me tenía que dar.
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