Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Un lago grande y bello, el Lácar, y a partir de éste, todo. Del chapuzón al paseo en barco, a la caminata, a la escalada, a los circuitos de bici, a la pesca y otros tantos etcéteras. San Martín de Los Andes le pide permiso al maravilloso espejo de agua y, acurrucándose a su lado, ofrece al visitante una variada gama de alternativas para disfrutar de los paisajes patagónicos. Un pueblo hecho ciudad que supo combinar entorno con infraestructura para convertirse en un referente del turismo nacional. Puerta de ingreso al Parque Nacional Lanín, es opción permanente de goce y recreación.
A la vera del Lácar
El muelle está mansito, casi no hay viento, y el catamarán sale para mostrarle a los foráneos algunos encantos de los alrededores. Dan ganas de trepar y lanzarse al abordaje, pero las ansias primeras de conocer los puntos básicos de San Martín prevalecen. Pequeñas embarcaciones se multiplican en la costa, las velas arriadas, indicios del talante local. Un municipio que desde hace décadas es considerado como uno de los destinos más exclusivos del país. La multiplicidad de 4x4, las lanchas y jet skis atadas detrás, los cuatriciclos haciendo juego, hablan de aquel carácter.
Sin embargo, la ciudad poco tiene que ver con la ostentación obscena de otros puntos vacacionales identificados con la alta sociedad. Aquí, la tranquilidad y las ansias de conectarse con la naturaleza priman sobre cualquier intento exhibicionista. Restaurantes caros y refinados se mezclan con mochileros comiendo sándwichs en plaza San Martín. Hay espacios públicos bien cuidados, calles limpias, arquitectura tan rústica como elegante. Y un paisaje abrumador que retumba de cerros, infinidad de pinos y aire puro.
Decidido a potenciar la vivencia, el viajero busca con afán puntos panorámicos. Así encuentra los Miradores Arrayanes, sobre las montañas del sur de la localidad. Son unos ocho kilómetros en subida, que se pagan solos con las exuberantes vistas del Lácar y la cordillera que se obtienen a cambio. El mirador Bandurrias, en tanto, está ubicado bien cerca del centro. El camino comienza en el muelle y metiéndose entre los bosques va perfilando su condición. Unos 40 minutos de deleite hasta arribar al sector de avistaje. Allí, la postal completa del lago paraliza. Del lado opuesto, la de la ciudad y sus alrededores, también.
Territorio mapuche
En el último tramo del Bandurrias, un pibe aguarda apoyado en la tranquera. Los caminantes llegan y él les cobra entrada. Lautaro se llama, y es integrante de la comunidad mapuche que maneja estas tierras. El suelo les pertenece desde tiempos inmemoriales, a pesar de los arrebatos varios del pasado. Hoy, el pueblo originario y la Administración de Parques Nacionales comparten una política de co-manejo que permite a los primeros sacar réditos económicos de su territorio. El acuerdo lejos está de ser justo en el sentido absoluto del término. Pero considerando lo que ocurre con otras sociedades indígenas de esta parte del mundo, es un interesante ejemplo a tener en cuenta.
Más pistas al respecto surgen en la zona de Playa Catritre. Ubicada a unos seis kilómetros del centro, este maravilloso rincón de imágenes es a su vez usufructuado por la comunidad mapuche de Rakitwe. La cordialidad y el trato ameno de los integrantes de la colectividad, refleja la dignidad de un pueblo tan castigado como honrado. Historias que ni la majestuosidad de los paisajes logra ocultar.
Entre la mística araucana, la aparición de lo alucinante no cesa. Villa Quina Quina (península de cipreses que hacen juego con el Lácar), el Complejo Cerro Chapelco (celebre por sus pistas de esquí) y el Lago Lolog son algunas de las muchas menciones obligadas. Basta con alejarse un par de kilómetros extras para seguir viendo como los ejemplos nos explotan en la cara. Claro, es la Patagonia. Que más se podía esperar.
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