Escribe: El Peregrino Impertinente
Que los traigan, que los sienten en el banquillo y que los juzguen como es costumbre: es decir, con jueces que se venden por dos mangos, jurados sospechados y abogados caníbales. O mejor, como se hace en los países respetables: con jueces honorables, jurados inquebrantables y abogados caníbales. Cuando acuso, hago referencia a una raza sin par, anómala, única. Hablo de aquellos turistas extranjeros que le esquivan al baño. Se reproducen por miles y son fácilmente identificables a partir de un potente aroma a transpiración que destilan en cualquier espacio posible. Lejos de pensar en el próximo, andan por ahí convirtiéndolo todo en una experiencia desagradable.
Vaya a cualquiera de los destinos turísticos más celebres de nuestro país y compruébelo usted mismo. Busque a alguno de estos especímenes y arremétalo con una inhalación. Se le va a incinerar el alma, ya verá. Que digo, si ni hace falta que inhale. La fetidez que cargan es tal que logra burlar las jurisdicciones de cada sentido. Hasta con el oído podrá percibir el repugnante hedor. “Escuchá el olorón que carga ese guaso”, va a decir.
Los tipos son fácilmente identificables. Suelen tener la piel blanca como la novia de Drácula, ser altos como Frankenstein y oler como el Hombre Lobo después de correr un triatlón. La vestimenta también se repite: bermudas, botas para patear ardillas y camisas a cuadros. ¡47 grados a la sombra y los tipos con camisa a cuadros! ¡Cómo no querés que se les vaya la vida por los poros, también! En su defensa, vale decir que por lo general son muy correctos y amables. ¡Pero que alguien les avise que el agua no muerde, diantres! Y si no que intenten con un desodorante. O con caotrina, lo que tengan a mano. Si no es por nosotros, háganlo por el medio ambiente, muchachos.
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