Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Alguna vez se le habrá antojado. Mirando el mapa del mundo, soñando destinos. El dedo ahí, señalando el otro lado de la tierra: Oceanía. Y más precisamente su ciudad insignia, centro neurálgico de aquellos confines. Sidney es la referencia obligada cuando se habla del continente hecho de islas. Urbe de enorme atractivo, la locomotora de Australia. Es bella, moderna, seductora. Es lógico que se le antoje.
Parada obligada
Para comenzar a recorrerla, no hacen falta planos ni folletos. Como por instinto, el viajero se dirige hacia la Casa de la Opera. Esa deslumbrante estructura de arcos múltiples y vanguardistas, un ícono planetario. La obra reposa robando miradas de propios y extraños, con la bahía de frente, en una postal realmente cautivante. Son las imágenes marítimas las que potencian el escenario y las que dan a entender la especial relación que la metrópoli guarda con el agua. Barcos de pasajeros, como si fueran colectivos de línea, van y vienen desde la estación de Circular Quay, ubicada al lado. Se dirigen hacia diferentes puntos de una ciudad interconectada con bahías.
Siempre en el mismo cuadrante, también destaca (acaso más que cualquier otro elemento) el puente principal o Harbour Bridge. Una inmensa mole de cemento y hierro que une al centro con la llamada zona norte. Sin embargo, para recorrer lo elemental de Sidney no hace falta atravesar el viaducto. Lo mejor está sobre este lado. A las espaldas del Opera House, una amalgama de rascacielos se erigen con soberbia, desparramando sensación de urbanidad. Unos pasos nomás y ya estamos en Hyde Park, hogar de la Catedral de St. Marys. Universo de verde que explota con mayor fuerza en los Jardines Botánicos Reales. El parque es delicioso, repleto de paseos con vista a los edificios y a la bahía. Limpieza absoluta, ni un papel en el suelo. Sana costumbre que se repite en cada esquina de la urbe.
Desde la entrada de los jardines, apenas hace falta caminar 10 cuadras para llegar a Darling Harbour. El encuentro con la ensenada trae satisfacciones extras al proveer nuevas visuales que mezclan agua y cemento. El aspecto es bien comercial: Acuario, Casino, Museo Marítimo, centros de convenciones y una extensa variedad de restaurantes y bares marcan el semblante. Otro tanto hacen los infaltables barquitos de pasajeros. Si de mar y arena se trata, conviene llegar hasta el suburbio de Bondi Beach y darse un baño de cultura australiana. La célebre playa representa de manera bastante fiel la pasión de los locales por el surf y las olas. Marca registrada que encuentra sustento aquí, a las orillas del mar de Tasmania.
Mix cultural
Visto desde afuera, el distrito financiero, protegido por rascacielos, luces y demás ornamentos, parece tierra sin control. Pero las apariencias engañan. El movimiento es constante, naturalmente, aunque todo está dominado por los parámetros del orden. Eso hace que el ambiente se perciba calmo, lo que da la posibilidad de recorrer calles y avenidas con la mayor tranquilidad.
Así, el viajero derrapa manso por el cemento, sorprendiéndose con las particularidades de esta parte del mundo. No le hace falta caminar mucho para caer en la cuenta de la cantidad de inmigrantes que vitalizan la ciudad. En pleno centro, los asiáticos son mayoría, y entre ellos, los chinos copan la parada. Pero también hay italianos, ingleses, griegos y una buena porción de latinos. La prosperidad, paz y calidad de vida en general que ofrece Australia, fueron demasiado tentadoras para ellos.
Quienes no llegan a disfrutar de esas mieles son los “aborigins”, o “aborígenes”, primeros habitantes de esta nación-continente. Actualmente representan el 2,3% de la población total del país, y están repartidos entre el campo, los centros urbanos y la miseria. En la ciudad más grande de Australia se los puede ver tirados en alguna plaza o escondidos en callejones y esquinas a la sombra de la noche. Se sabe: no todo puede ser perfecto. Ni siquiera en Sidney.
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