Escribe El Peregrino Impertinente
No hay nada peor que un dolor de muelas. O lo que es distinto, si hay algo peor: un dolor de muelas combinado con un viaje. Porque si a uno le duele la muela en casa, puede aplacar el tormento pegándole al perro o puteándose con el vecino por los límites de la medianera. Pero de viaje, aquellos remedios brillan por su ausencia. Y entonces no queda otra que apachurrarse y aguantar la parada cual Jean Claude Van Damme o Jean Carlos.
Pero ¡qué bravo que es! Después de trabajar arduo, el hombre sale de vacaciones en busca de los placeres más elementales, y de repente se encuentra con el diente de atrás hincándole el buen humor. Feo, muy feo. Es como compartir el reposo con la barra brava de San Martín de Tucumán en la boca. Una convención de delegados de la UOM, SMATA y camioneros por las encías. Un piquete del movimiento campesino boliviano frenado en los maxilares, bombo, cubiertas echando humo y dinamita.
Maldito sea el organismo humano, que de caprichoso que es nomás, viene a terminar con el descanso de forma tan agresiva. Hay que estar en la piel del viajero apesadumbrado, con un Chernobyl en el maxilar, lejos del hogar y del dentista de confianza. O sea, un dedo cortado es normal. Un esguince de tobillo puede ser. Una cicatriz de 17 centímetros en la frente tras pelear por un vuelto con el cocacolero de la playa, vaya y pase. Pero un dolor de muelas es obra de Mandinga. Aparte, porque no hay culpa alguna que autoreprocharse. Un día el diente se levantó medio cruzado y le pintó romper las pelotas, sin más.
Menuda suerte la del viajero y su muela agitadora. Un torno a la derecha.
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