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4 de Abril de 2011
Del Ctalamochita al Atlántico sur
El día en que la ciudad sonrió...
En la siguiente nota se publica el extracto de un texto de Rubén Rüedi, acerca de la Guerra de las Malvinas
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La dictadura se cae

Desde 1977 el servicio militar obligatorio se cumplía a los dieciocho años y no a los veinte como se venía haciendo desde principios del Siglo XX. Los muchachos villamarienses bajo Bandera, en abril de 1982 estaban en la etapa de instrucción en los distintos cuarteles del país. Eran jóvenes que recién terminaban los estudios secundarios la mayoría, y de pronto se encontraban realizando improvisadas maniobras de guerra, lejos de sus familias, bajo el rigor impune de los mismos que detentaban el poder en el país: los militares. Lentamente la dictadura se empezaba a desgranar y los partidos políticos asomaban con tibios intentos de organizarse nuevamente.
Las Madres de Plaza de Mayo ya eran dueñas de ese espacio y el régimen no encontraba maneras de conjurar la ronda de los jueves. El 19 de marzo de aquel año el diario Clarín publicaba: "Más de dos mil personas reclamaron ayer en plaza de Mayo por los desaparecidos y el respeto a los derechos humanos. La Policía mantuvo un fuerte operativo de seguridad y disuasión e impidió que la columna de manifestantes se acercara a la plaza de Mayo. No hubo detenidos".
El pueblo argentino recuperaba el coraje cívico y el 30 de marzo el diario Crónica anunciaba en primera plana: “CGT ratificó el acto. Gobierno lo prohíbe. A las 17 horas concentración obrera en plaza de Mayo. Memorial a Galtieri. Comunicado oficial advierte sobre la vigencia del estado de sitio”. Al día siguiente, el diario La Nación titulaba: “Violentos incidentes en la zona céntrica. La severa represión policial impidió que la CGT realizara una concentración en la plaza de Mayo. Numerosos heridos y cerca de dos mil detenidos”. La “gloria” de la dictadura se derrumbaba, como caía la de Gustavo Ballas. La primera por la lucha popular, la segunda, por esas cosas de la vida.
Fue entonces, que el Gobierno de facto recurrió a su última estrategia de subsistencia, atacó las islas Malvinas e instaló en el país la euforia patriotera. Y la plaza de las Madres y los obreros fue ocupada por una multitud hilarante que necesitaba, de algún modo, desahogar sus frustraciones colectivas como lo había hecho en el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978, gritando hasta el hartazgo el nombre de Argentina, mientras las torturas de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) se acallaban por el griterío. Aquella vez, los goles de Mario Kempes impulsaron también a parte del pueblo de Villa María a rodear la plaza Centenario, con exaltada caravana de autos que hacían sonar sus bocinas al compás de la marcha con cadencias militares del Mundial ‘78, reproducida por altoparlantes, en un sentimiento comunitario más delirante que auténtico.
Mientras tanto, en la Fábrica Militar el teniente coronel Mario Norberto Fornari y su séquito de delatores le “contaban las costillas” a todos los villamarienses.
El 2 de abril de 1982 el diario Crónica titulaba: “Argentinazo: ¡las Malvinas recuperadas!” Y La Razón, irracionalmente decía en su tapa: "Hoy es un día glorioso para la Patria. Tras un cautiverio de un siglo y medio una hermana se incorpora al territorio nacional. En las Malvinas hay un gobierno argentino. En un operativo combinado, fuerzas de mar, aire y tierra recuperaron las islas del Archipiélago". Irracional, decimos, porque las dictaduras no gobiernan, someten a los pueblos bajo el terror de las armas y denigran el valor más preciado del hombre: la libertad.

Juegos de guerra

La Guerra de Malvinas fue un acontecimiento que los villamarienses vivieron casi como una contienda deportiva, tal como ocurrió en todo el país. Las noches de Kabranca continuaban brillando, los bailes populares de clubes de barrio seguían su ritmo habitual y poco se sabía de los soldados villamarienses que estaban en el frente de batalla. Era tan abrumadora la “conciencia nacional” que cualquier voz disonante, en cuanto a las críticas de los hechos que estaban ocurriendo, era calificada de “antiargentina”.
El mismo gobierno que recordara días antes del inicio de la guerra que estaba aún vigente el estado de sitio, ahora convocaba a los vecinos a organizarse por “manzanas”. Y en Villa María se realizaron, en aquellos días de abril del ‘82, los simulacros de apagones coordinados por el Ejército acuartelado en la Fábrica Militar.
Se nombraba un jefe de manzana y a la hora estipulada todo el vecindario debía apagar las luces, mientras el ciudadano honrado para tal fin era el encargado de que su sector permaneciera a oscuras. Una parodia de ciudad desaparecida. Toda una aventura; juegos de guerra que tenían como propósito involucrar a la población en esa locura bélica y entrenarla por si bombardeaban la ciudad desde el aire.
Además, para sumar el paisaje urbano a la tensión del momento, los tanques de combustible ubicados a la vera de la ruta 158 eran camuflados con pintura apropiada para que posibles ataques aéreos ingleses no los detectaran.
Pero las luces del rock nacional se encendían como nunca. La expresión musical genuina de los jóvenes salía del oscurantismo en el que estaba sumergida y ocupaba el espacio de la música extranjera y pasatista. La música nacional volvía de la mano de los mismos que la habían silenciado: los medios de comunicación. Por supuesto que cuando terminó la guerra, todo volvería a su lugar.
En el canal de televisión local se realizó un programa de larga duración con el propósito de recolectar fondos para la gesta patriótica. Miles de villamarienses, seguros de la victoria, llevaban hasta los estudios de calle General Paz, con sentimentales y sinceras cartas, fideos, joyas, paquetes de algodón, frazadas. Pero nadie temblaba de pánico o frío, porque la guerra quedaba lejos, más allá de la ciudad que seguía, imperturbable, su ritmo habitual a pesar de tanta pantomima bélica y sensaciones de argentinidad exacerbada.

En el frente de batalla

Los que sí temblaban de frío, miedo y desasosiego, eran los jóvenes villamarienses que habían desembarcado en las islas irredentas. Uno de ellos, Erik Langer, en la madrugada del 28 de mayo de 1982 camina con la ropa mojada bajo una persistente llovizna por los campos malvinenses. Todavía perduran las sombras de la noche y en su rostro se dibuja el temor. El joven villamariense forma parte de la sección Bote, que avanza hacia el encuentro con el enemigo. El grupo marcha cansinamente, en silencio, con la orden de resistir hasta las últimas consecuencias. Erik carga tres cohetes en el pecho y otros tres en la espalda; en sus manos lleva el pesado cargador de esos proyectiles. De pronto, llegan a lo alto de una loma y desde allí divisan el caserío de Darwin recostado contra el mar, pero también divisan la silueta de una tropa que avanza hacia ellos. Y de pronto, la tierra se estremece a los pies de Langer cuando las balas trazantes iluminan el miedo. Todos se arrojan al piso. Erick se desprende instintivamente de los cohetes y se arrastra, sobre una mezcla de lodo y excremento humano, hasta que cae en un pozo de zorro golpeando contra el charco del fondo.
Gran parte de los soldados de la sección están malheridos, pues el ataque los tomó a campo abierto. Están en la línea de trincheras que cavó una compañía con asiento en Corrientes, que ahora está entre ellos y el fuego de los ingleses. Son los famosos soldados correntinos que, según la genuflexa cantinela periodística de esos días, a fuerza de sapucay y coraje iban a vencer a los temibles gurkas.
En realidad, son hijos del monte y los esteros, varios de los cuales no saben siquiera garabatear una letra, que atemorizados abandonan el armamento en el campo de batalla y se repliegan hacia los pozos que ahora ocupa la sección Bote. Soldados de ese regimiento vagaban por las tundras de Malvinas buscando alimentos y se supo de algunos que perecieron de hambre.
Ahora, los que pudieron replegarse se guarecen en el fondo de los pozos y no están dispuestos a ofrecer batalla. Erik comparte la trinchera con otros dos soldados. De pronto llega el jefe de la sección, le ordena recuperar el armamento y Erik debe desandar reptando el camino hasta donde abandonó los proyectiles. Otra vez las balas por azar lo esquivan. Son trazantes y puede verlas perforar la tierra en torno a su cuerpo. Pero no hay tiempo para el estupor. Toda la energía se centra en el último intento por sobrevivir. Hasta la última partícula de su ser busca desesperadamente hilos invisibles a los cuales aferrar la vida.
Ya está de regreso en el pozo, el jefe le ordena que cargue el lanzacohetes y lo siga. Cuando Erik se dispone a hacerlo retrocede ante la voltereta que da en el aire el teniente, que cae herido, y se zambulle en la trinchera. Desde allí alcanza a ver al joven oficial arrastrarse penosamente hasta sumergirse en otro pozo, de donde prosigue dando órdenes por radio hasta que al volver a asomarse para determinar la posición del enemigo un proyectil le estalla en el rostro. La sección ha quedado sin jefe. Otros dos soldados se suman a la trinchera donde está Erik. Uno trae una ametralladora Mag, pero está inoperable de tanto barro que tiene. El lanzacohetes del soldado villamariense ha sido perforado por una bala enemiga y ya no funciona. Sólo disponen de dos fusiles FAL, uno de ellos se niega a percutar.

¡Oh juremos con gloria morir!

Son cinco hombres en el pozo de zorro y solamente un arma para intentar resistir. Como una manera de sentirse aún vivos, de tanto en tanto uno de ellos se asoma y dispara al azar. Al mirar hacia arriba divisan a los aviones Pucará que atacan las líneas enemigas. Cuando zumban sobre sus cabezas se sienten menos solos. Es entonces cuando una terrible descarga de morteros los hunde en la confusión más absoluta. Ya no se ven ni entre ellos. El enemigo ha detectado las posiciones argentinas y en ellas concentra todo su potencial. Avanza protegido por cortinas de humo y sostenido por un intenso fuego de morteros y armas automáticas. De pronto, los cinco hombres escuchan un pedido de auxilio que proviene de afuera. Fabricio Carrascull, un muchacho de Hernando que permanecía a la intemperie, ha caído herido. Le piden que se cubra en el pozo de zorro pero sólo alcanzan a escuchar sus últimos lamentos: "No puedo moverme… no puedo". El estallido de los morteros es cada vez más cercano. Una granada de fósforo explota en el borde mismo del pozo y a uno de los soldados se le incendia la campera.
Desesperadamente logran apagarla pero se dan cuenta de que todo es en vano, que nada depende de ellos. La tropa inglesa se les ha acercado a tan sólo cien metros. Avanza decidida y percatada de que la ropa de los “argie” es muy gruesa, por eso apuntarán la bayoneta a la cara en el encuentro cuerpo a cuerpo. Clavar en el ojo es la consigna de los cuadros británicos. Pero en el combate de Darwin, por esas cosas del destino, las bayonetas faltaron a la cita.
Al sentirse definitivamente perdidos deciden fumar el último cigarrillo que les queda. Erik se maldice por la carta que hace pocos días le envió a su hermana Alejandra, que permanece con su familia en Villa María, en la que le prometía un pronto reencuentro. Ya no lo cree posible.
También les queda una granada PAF que colocan en la punta del fusil y la disparan, dispuestos a morir con honra. Erik se asoma con el cigarrillo aún encendido entre sus labios y queda estupefacto con la imagen que tiene ante sus ojos: parado con firmeza, inmutable, a diez metros de allí un soldado británico apunta hacia el pozo de zorro con su fusil ametralladora. Entonces asoman un trapo blanco en la punta del inservible FAL y comienzan a emerger de la trinchera.
El soldado sigue en la misma posición, mientras les apunta con un ojo helado y la boca ardida de sangre. Si por él fuera, dejaría de lado los códigos humanitarios de la guerra y borraría con una descarga todo lo que sus ojos ven. Su dedo índice adquiere la rigidez necesaria para percutar el gatillo cuando una voz superior, en su idioma le dice: "¡Alto, se han rendido!".
Recién allí cobra dimensión el desgarrador paisaje del campo de batalla. A pocos metros yacen los cuerpos, todavía humeantes, de varios compañeros de Langer. En medio de los quejidos que envuelven la escena se desprende el agudo lamento de otro soldado, el que sólo puede ser reconocido por la mitad de rostro que le queda visible. Parado en la tierra calcinada, entre muertos y agónicos heridos, el joven villamariense Erik Langer, soldado clase 1962, se quiebra en un llanto interminable.
Junto a él están otros dos soldados cordobeses: Quiroga, de Río Tercero, quien trata de consolarlo, y Ledesma, de La Carlota, de quien ya no se separará hasta pocos kilómetros antes de llegar definitivamente a casa.
Muy pocos sobrevivieron al paso arrasador de los ingleses. Los prisioneros son arrojados al suelo boca abajo y al menor intento de mirar hacia los costados una bota se encarga de hundirles nuevamente la nariz en el barro. Recién entonces, Erik se da cuenta de que ya se ha hecho de día.
Mientras tanto, en Villa María la vida continuaba con la cadencia propia de una ciudad tranquila y las brisas que llegaban del Ctalamochita anunciaban una mañana apacible.

El día después

Pareciera que a Villa María no hubieran llegado las noticias de los frentes de batalla en las islas Malvinas, porque a su regreso, Erik, cuya historia tomamos como referencia para abordar este capítulo, sintió que aquí nada había sucedido. Ocurre que existe un muro entre la sociedad que sigue su cotidiano ritmo lineal y el estado de conmoción de quien vuelve del campo de batalla con las imágenes del horror grabadas en las pupilas y la viscosa sangre del prójimo recorriéndole las entrañas. Pero sólo el sobreviviente de la guerra lo percibe.
El regreso de Erik a casa es vivido con intensa emoción, aunque nadie pregunta ni comenta nada sobre los padecimientos que carga en su corazón el ex combatiente. Es una manera de no despertar a los fantasmas de la memoria para que no se corporicen con sus dantescos recuerdos. Pero allí están, ya para siempre, lacerando los poros sensitivos de Erik Langer. Despertarán una y cien veces, como cuando dos aviones Mirage surcan el cielo de Villa María y al escuchar el infernal sonido de sus turbinas, instintivamente se arroja bajo la mesa. Volverán inclementes a punzar las partes más sensibilizadas de su ser y, entonces, sentirá la imperiosa e incontrolable necesidad de huir de su casa corriendo y gritando por las calles, hacia ninguna parte. O en las noches, al apagar la luz en busca del sueño y percibir el agrio tufo de la muerte penetrando entre las sábanas. Entonces el psicólogo le dirá que recién ahora su subconsciente está asimilando y procesando las situaciones límite que ha vivido.
Al pasar el tiempo, cuando su pesada carga de dolores ya no sea tabú y lentamente comience a descargar su memoria de sedimentos del pasado, la vida se le hará más posible.
Diez años después, en la casa de Langer se reencontraron los combatientes de Darwin. Al abrir la puerta, Erik apenas reconoció, tras una ampulosa barba interrumpida por la cicatriz que le dejó aquella ardida madrugada de mayo, al soldado que había quedado a su lado con el rostro partido. Eran dieciocho los que acudieron a la cita en Villa María aquella noche de 1992. Muchos de ellos, asado y vino de por medio, por primera vez hablaron de lo acontecido en las islas. Se sintieron hermanados por la tragedia que juntos les tocó padecer y en ese sentimiento se minimizó la década transcurrida. El tiempo no había pasado por el corazón de esos hombres que crecieron de facto. Nada curan los años en el alma de los que vivieron el infierno, porque la irracionalidad bélica hace estragos en la profundidad de los hombres.
Aquella noche, en lo de Erik, juntos lloraron y rieron y volvieron a llorar conmovidos por un inexplicable sentimiento de culpa cuando recordaron a sus compañeros muertos, tal vez la culpa de estar vivos. Pero fue el azar de las balas enemigas el que determinó la ausencia de los comensales que faltaron a la mesa. Desde entonces son hermanos nacidos en la sangrienta madrugada de Darwin o, mejor dicho, paridos por el destino que arbitrariamente los eligió sobrevivientes. Aquella noche, entre lágrimas derramadas por los ausentes, supieron que la memoria nunca muere y que la vida continúa, a pesar de la niebla que cubre el corazón de los que vuelven de la guerra. El ex combatiente Erik Langer regresó a las islas Malvinas en marzo de 2009. Habían pasado veintisiete años de aquellos días de horror.

Héroes de Malvinas

En las gélidas aguas del Atlántico sur quedaron los cuerpos de los soldados villamarienses Norberto Güizzo y Adrián Busto, suboficiales muertos en el conflicto. El primero pereció en el hundimiento del Crucero General Belgrano; Busto corrió igual suerte cuando fue abatido el barco Isla de los Estados. Hoy, dos calles de Villa María los honran con sus nombres. Los demás soldados de esta ciudad, al igual que los de Villa Nueva, pudieron regresar después de la guerra y siempre serán, junto con los caídos en combate, nuestros “Héroes de Malvinas”...

Rubén Accastello
Marcelo Acevedo
Luis Angel Aguilar
Jorge Omar Aisama
Sergio Alzugaray
Jorge Ansalone
Walter Balsells
Fernando Bergero
Omar Billagra
Severo Bodart
Adrián Busto
Sergio Calderón
Walter Calderón
José Luis Castellani
Juan Castro
Daniel Cejas
César Clot
Sergio Crescimbeni
Marcelo Duzebich
Rubén Echenique
José Daniel Esparza
Horacio Faro
Hugo Daniel Ferreira
Gustavo Fogliatti
José María Gambino
Ricardo Girardelli
Guillermo González
Carlos Goya
Elio Grandis
Juan José Guiliano
Norberto Güizzo
Guillermo Gutiérrez
Erik Langer
Héctor Ledesma
Jorge Lencina
Horacio López
Walter Marchetti
Alfredo Mosquera
José Navarro
Enrique Nebbia
Rubén Negro
Rubén Otín
Hermes Polliotto
Mario Ponce
Carlos Ríos
Bernardo Rodríguez
Marcos Rodríguez
Carlos Ruiz
Luis Salvatori
Sergio Serángeli
Walter Suárez
Rubén Tosello
Sergio Unzueta
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