Escribe: El Peregrino Impertinente
“Ser o no ser”, decía Hamlet. Con ese nombre tan de chocolate, el personaje de Shakeaspere representaba la duda eterna del hombre común. El viajero, en cambio, postula otras indecisiones: “Mar o montaña”, dice. Insignificante encrucijada, sobre todo si se la compara con la del general que no sabe si atacar o esperar refuerzos, o la del CEO de una multinacional, que no sabe si garcar a un país pobre de Africa o a un país pobre de América. Lo cierto es que a pesar de la liviandad del contenido, el dilema del amante del viaje es tan válido como el de cualquiera. No en vano ha pasado las horas debatiéndose sobre el particular.
“El mar, con sus olas, sus vientos y sus sucundunes. La arena, el sol quemando la piel. Lo imagino y se me hace agua la boca. Así ando después, con la camisa toda baboseada. Con razón las minas me putean y los guasos me pegan”, reflexiona. “O la montaña, con su aventura, su caminata y sus visuales. Maravillosa experiencia, lo pienso y se me ilumina el rostro. Ah no, era el velador este que anda cuando quiere”, delibera a viva voz, la mano sosteniendo la cabeza, el codo apoyado en el interruptor.
“¡Oh, perplejidad que me invade! ¡Oh, alma insegura! ¡Oh, mamá, ella me ha besado! Me encuentro absorto, desecho en vacilaciones. ¿Cómo lograr resolver este acertijo del espíritu? Tan dañada está mi capacidad de discernir cuando de viajes se trata. La vida doy: ¡Mar y montaña, los dos quiero!”, vocifera el hombre, la dignidad por el piso. Igual que la paciencia del vecino de al lado. Harto de los gritos y el teatro, se acerca con una solución: “Acá tenés un folleto de Río de Janeiro, maestro. Mar y montaña, todo junto. Ahora callate un poco, te lo pido por Dios”, le solicita. El indeciso lo mira extrañado y retruca: “¿Río de Janeiro? ¿Qué me viste cara de Xuxa a mí?”.
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