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Una postal que descansa la vista y la mente. Un lugar en Punilla con todas las posibilidades |
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Escribe: "Pepo" Garay
(especial para EL DIARIO)
A Punilla, el tiro del final le salió redondo. El último rincón del valle fue creado a la altura de las circunstancias. Frutilla de un postre que se come con los ojos y se disfruta con todos los sentidos, Capilla del Monte surge en el epílogo serrano con la impronta esperada. Paisajes imponentes, pluralidad cultural y mucha mística, son los elementos que escoge para convencer al viajero. Ese que va y no para, hasta encontrarse con el destino señalado y disfrutar del desenlace.
La identidad local
Ya desde varios kilómetros antes del arribo, las ventanillas van dictando cerro Uritorco. La majestuosa montaña define la visual, acaparándolo todo. Eventualmente, alguna nube atraviesa la cúspide, otorgándole al asunto la dosis de misterio requerida. Hacia allá se dirige el coche, sin pensarlo dos veces.
Apenas son tres los kilómetros que separan al centro de Capilla con la base del gigante. Desde aquel punto, llegar hasta la cima demanda entre tres y cuatro horas de caminata. El esfuerzo y el precio de la entrada ($40 por persona) se pagan sólo tras descubrir las extraordinarias panorámicas que regala la cúspide. El aura enigmática que aportan las historias de ovnis y duendes, tan emparentadas con la identidad del lugar, le dan a la excursión un aliciente de peso.
Luego de la experiencia, el centro de la ciudad se torna parada obligada. La célebre calle techada (única en su tipo en Latinoamérica) invita a apaciguar el paseo urbano con cafés, bares y restaurantes. La charla y el semblante distendido combinan con el pulso general de Capilla. Un talante siempre perfumado con los aromas a sahumerio que expulsan las casas de recuerdos y comercios del ramo.
Pero sin dudas, es en plaza San Martín donde se respira uno de los perfiles más vinculados a la localidad. Rastas, pintorescos atuendos e instrumentos musicales deambulan por la explanada, expandiendo la famosa onda hippie de Capilla. La multiplicidad de puestos de artesanos son representantes explícitos del movimiento, que por estas latitudes tuvo su apogeo en la década del ‘70. Hoy, la mezcla de bohemia (contribución de los llegados de distintas partes del país) y tradición serrana (aportada por el grueso de los habitantes originarios) le da a la ciudad un aire a diversidad que el visitante disfruta y agradece.
Adentro y afuera
Retomando los atractivos naturales de la zona, conviene darse una vuelta por los diferentes balnearios. Aunque el clima en esta época no seduce demasiado al chapuzón, siguen conformando espacios de notable belleza. Ideales para contemplar y relajarse, mate en mano, pacificando la mente. Calabalumba, Los Mogotes (junto al Paso del Indio, pasaje angosto de escalada en roca), el dique El Cajón y La Toma se destacan del resto. Este último, representa además la posibilidad de inmiscuirse en la montaña, en caminata entre piedras, ollas y cascadas, siguiendo los orígenes del arroyo Huertas Malas. Como bien es sabido, el caudal de agua ha mermado considerablemente en años recientes. Sin embargo, basta con penetrar un poco en las laderas para hallar vergeles de delicioso calibre.
Después, los alrededores continúan con el magnetismo. Paseo El Zapato (a sólo un kilómetro de la plaza), y el dique Los Alazanes (el dique de mayor altura de la provincia), resultan convenientes escapadas. De cualquier manera, el verdadero imperdible se llama Los Terrones. A 14 kilómetros del centro, el parque es una de las joyas de la geografía de Córdoba. Un circuito que lleva al caminante entre formaciones rocosas de fascinante silueta y tonalidad. Naranja y verde se mezclan con porfía, cautivando al turista tal y como ocurrió con los antiguos comechingones. Suspiros y admiración que también provocan sitios vecinos, como la gruta natural Ongamira y el cerro Colchiqui.
Todo allí, sobre el final del valle. Donde Punilla tiene guardadas sus mejores preseas.
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