Escribe:
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
En Mozambique, parte de la calle habla portugués. Es un acento raro, jamás antes escuchado. Niños y niñas aprenden la lengua oficial del país en la escuela, pero en la casa se comunican con el dialecto de la tribu a la que pertenecen. Ese proceso híbrido explica las extrañas formas del habla. A veces ni los mismos portugueses logran entenderlas.
La nación del sureste africano vive de aquellas y otras mixturas. Portugal le puso un pie encima hace más de 500 años y, desde entonces, la influencia lusitana, con matices, se fue desparramando. Pero la identidad del pueblo, a 36 años de su independencia, sigue intacta: unas 40 etnias distintas, cada una con su propio idioma y tradiciones, pululan a lo largo y ancho del país. El pueblo tiene la piel negra, pero en las ciudades, muchos de los espacios públicos manifiestan rasgos europeos. Exótico, sí. Variopinto, sí. Cautivante, sí. Inhambane, un municipio del tamaño de Villa María, es el mejor ejemplo.
Un ambiente
especial
Recostada cerca del océano índico, la localidad lleva el paso lento. Sus habitantes andan sin que el reloj apure y así perfuman el casco céntrico de un ambiente especial. Van caminando, en bicicleta, en carros. Algunos con los pies descalzos. Otros con ropa desgastada. La pobreza de un continente, entonces, se vuelve evidente. Y digna, sobre todo digna. Cada quien junta la moneda como puede. Y en paz.
Rodeando las circunstancias, un fascinante legado arquitectónico resuelve quedarse con las miradas. Son edificios sin esplendor ni luces. Aunque con mucho carácter. Colores pasteles, de tinte colonial, se mezclan con el ir y venir de señoras gordas, con canastas en la cabeza. Los detalles de la construcción, sumado al entorno, sumergen al viajero en un ambiente de hechizos. El sol, eterno, hace el resto.
Ahí están la Catedral de Nossa Senhora da Conceicao, a Casa da Cultura y demás edificios históricos, ungiendo de nombres propios al marco. Por su parte las mezquitas, bellísimo legado de la fe musulmana, expresan la diversidad religiosa de los mozambiqueños.
Costanera y playas
La costa está envuelta de un aire melancólico, con el pasar de diminutas embarcaciones de pescadores y el semblante calmo de la bahía. El puerto se mueve de comerciantes y de ciudadanos que se dirigen al vecino pueblo de Maxixe, ubicado al otro lado del agua. Los barcos de pasajeros van repletos. Por centavos de dólar, el visitante consigue boleto y una experiencia cargada de contacto humano y anécdotas.
Pero si lo que realmente interesa es la playa, no hay espacios para la vacilación. Como una flecha, los foráneos se dirigen directo a Tofo, un encantador pueblo pesquero a orillas del Indico. Desde Inhambane, son 25 kilómetros de camino de tierra. A los costados, aldeas de caña y palmeras transmiten el carácter tropical de esta parte del mundo.
Basta llegar e instalarse en alguno de los hostels, hoteles, campings o cabañas que se reparten por el lugar. La cantidad de visitantes es la justa y necesaria. Y los paisajes son sencillamente alucinantes. Aguas cristalinas, arena impecable y temperatura perfecta. Dan ganas de echar el ancla y quedarse para siempre.
Frente al mar, los locales se las rebuscan vendiendo artesanías y comidas al turismo. El pescado, alimento básico de la dieta mozambiqueña, es el favorito. Sentarse a consumirlo es disfrutar los sabores del mar. Inyectarse del escenario, es delirar con Africa.
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