Escribe: Juan Montes
Hemos llegado a un punto en que la disputa de poder entre el Gobierno y el Grupo Clarín trasciende el escenario político para convertirse en un riesgoso conflicto social. El Grupo en cuestión ha transgredido, fehacientemente, las formas y los tiempos que las instituciones democráticas establecen para garantizar el orden del sistema. El Gobierno nacional ha quedado acorralado en un cerco político y expuesto a discernir entre garantizar el accionar de la Justicia -dando un imprescindible e inclaudicable sentido a la institucionalidad, a sabiendas de que esa garantía implicará una virulenta reacción de los sectores del poder - o asumir la transgresión como una puja política corriendo el riesgo de jurisprudenciar el desacato. Las dos alternativas son temerarias.
La génesis de los tiempos difíciles que vienen no augura finales consensuados. La génesis de los tiempos difíciles que vienen implica, inevitablemente, una derrota. Las consecuencias de la derrota anuncian una caída estrepitosa, una deshonra épica para el Grupo Clarín o un costo político extremo si el derrotado es el Gobierno. Imaginar ese escenario produce escalofríos, sobre todo si el perdedor es Clarín, o más específicamente, Ernestina Herrera de Noble.
Todos los pretextos formales que se buscan para expresar el dilema, a esta altura, aparecen como excusas para ocultar el verdadero rostro del conflicto. Si el verdadero problema fuera formal se encontrarían soluciones formales. Cualquier disyuntiva política por más delicada o costosa que parezca, siempre encuentra un punto de negociación política. El problema de fondo no es de formalidad administrativa. El problema de fondo no es político. El problema de fondo es penal y es, en definitiva el que arrastrará a los otros: dos gotitas de sangre.
Apenas dos minúsculas gotitas de sangre pueden, quizás, hacer caer definitivamente las máscaras del horror histórico o echar un manto de impiedad sobre un error de altísimo costo político. El Gobierno parece estar seguro.
El Gobierno construye su estrategia por las vías de la formalidad constitucional y dentro de las alternativas que el ejercicio de la política le permite para que la penalidad caiga por su propio peso. El Grupo Clarín lo sabe. Llegar al terreno de la penalidad implica una vulneración histórica para la clase social más encumbraba de la República Argentina.
Teniendo en cuenta el poder, la injerencia que ese poder manifestó durante dos siglos en los poderes de nuestro sistema, no es descabellado pensar que ante la posibilidad del juicio y la cárcel, un noble prefiere incendiar el país, con sus cuarenta millones de personas adentro, antes de verse en situación de denigración y encierro.
No hay muchos escenarios posibles para dirimir el conflicto. Supongamos que el Gobierno negocie con Clarín permitiéndole la desorbitante tarifa de Multicanal a cambio de que acceda a incluir en su señal los canales que Clarín se niega a incorporar privando a millones de argentinos de la posibilidad de acceder a ellos. ¿Se acabaría el conflicto? Supongamos que el Grupo Clarín negocie con el Gobierno una mayor pauta publicitaria a cambio de organizar la grilla de manera tal que el sector privado y el Estado se vieran beneficiados equitativamente. ¿Se acabaría el conflicto? Supongamos la descabellada idea de que el Gobierno dé marcha atrás con la Ley de Medios a cambio de que Clarín cese el hostigamiento hacia la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. ¿Se acabaría el problema?
Difícil, porque el Gobierno quiere lo que la corporación no quiere dar: dos gotitas de sangre. Dos gotitas minúsculas de sangre para que se pueda revelar la identidad de los hijos de Herrera de Noble. Dos gotitas de sangre pueden ahogar la estabilidad argentina.
Por otro lado, si este fuera apenas un problema económico, ¿en qué medida afectaría al Grupo Clarín las limitaciones que la nueva ley le impone? ¿En qué medida se vería perjudicado con la aparición de nuevos medios de comunicación? ¿Cuál es el porcentaje real del capital del Grupo que estaría en juego? De cualquier manera, todos estos aspectos pueden formar parte de una compulsa de poder pero pueden resultar todos, con sus riesgos, sus costos y sus contradicciones, negociables.
Lo que ninguna de las dos partes en conflicto está dispuesta a negociar es el esclarecimiento de la identidad de los hijos adoptados de Ernestina Herrera de Noble. Este es el génesis. Y ante este profundo e inevitable caso de humanidad es más posible un final apolíptico que una sentencia salomónica. Y es este punto el que produce escalofrío.
Si el resultado del análisis de esas dos gotitas de sangre diera negativo y se probará que los hijos de Ernestina Herrera de Noble no fueron apropiados durante el genocidio, la corporación caería implacable para que se desplome el Gobierno y la figura de Cristina Fernández de Kirchner, sacudiría vehementemente la torre más sólida del kirchnerismo, y la explosión mediática se expandiría sobre todas las verdades relativas del discurso gubernamental.
El Grupo Clarín tendría en sus manos la letal implacabilidad de la palabra. El Gobierno argumentará que Clarín hizo lo que debería haber hecho hace años, en un intento de minimizar el acto, pero la estocada será a fondo y la sociedad se verá sometida, ahora, a una venganza mediática que será terrible, carente de cualquier humor dolinesco.
Pero si esas dos gotitas de sangre fueran de hijos robados, apropiados en escenarios violentos, arrancados del vientre de su madre en celdas de torturas, cautivos de la complicidad judicial, rehenes de la inmunidad de clase, asistiríamos al derrumbe de un imperio, se haría añicos el edificio de la moral de quienes cada mañana llenaron de palabras el decir de la gente. Perderían la invulnerabilidad de la palabra y con ella, el poder. La palabra es poder y cuelga de un hilito de sangre diminuto que puede ahogar al mundo.
Para Clarín, la única posibilidad de aletargar un tiempo más la causa, es evitando que Cristina Fernández gane las elecciones.
Se vienen tiempos difíciles.
Da escalofríos.
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