Escribe: Ricardo César Carballo*
Si hemos dejado pasar el tiempo antes de emitir un juicio, no ha sido por otro motivo que no sea el de reunir datos tendientes a demostrar cómo la ejecución de Osama Bin Laden constituye el más alevoso acto de violación del Derecho Internacional que haya motorizado un país, acto que pone, a la vez, en jaque a toda la estructura jurídica que ha normado por un siglo las relaciones entre los Estados. En consecuencia con este propósito, no abriremos juicio sobre otra serie de supuestos -estratégicos, tácticos y políticos- que recorren el caso, ni analizaremos, tampoco, algunas especulaciones sobre la veracidad (o no) de la muerte de Bin Laden.
Para nuestro propósito, lo primero que merece destacarse es que los Estados Unidos produjeron una intervención militar en territorio extranjero sin anoticiar al Gobierno de Pakistán sobre que naves de guerra sobrevolarían su espacio aéreo, que tropas de elite se apearían fuertemente armadas sobre su territorio, abrirían fuego sobre bienes materiales de su égida territorial y sobre personas físicas sometidas a su plexo legal por el solo hecho de habitar esas tierras, para luego, en una operación de “arrase” ejecutar de manera sumaria y sin cavilaciones a un reconocido “terrorista”.
Tal desempeño impacta de manera irrevocable en la teoría de la soberanía que es la teoría fundante del moderno sistema interestatal que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) representa. De igual manera, la acción de fuerza desarrollada desconoce el principio de inviolabilidad de los territorios nacionales, incluido el espacio aéreo y todos los tratados que respecto a la vigencia de éste han sido suscriptos por naciones de todo el mundo. En otras palabras, cualquier ataque armado en un territorio extranjero, en base a estas tradicionales convenciones, representa lisa y llanamente un acto de agresión contra el país que lo sufre. Ante tamañas violaciones del Derecho Internacional, el ataque y la destrucción de propiedades, la portación y operación de explosivos y armas de fuego, y el ingreso a un país sin observar las normas de La Haya, todos hechos gravísimos, parecen un suceso de menor cuantía. Finalmente, la ejecución del “blanco” es violatoria de la Convención de Ginebra, pues como ya se sabe públicamente Bin Laden no estaba armado, por lo que el hecho de dispararle en esas condiciones constituye -bajo la letra de esa Convención- un crimen de guerra sin atenuantes.
Podemos comprender la descontrolada algarabía que en algunos ámbitos públicos estadounidenses provocó la noticia de la ejecución de Bin Laden y el clima de festejo que se instaló inicialmente, pues entendemos que la ciudadanía norteamericana expresó su alegría por la muerte de un “enemigo”, de la misma manera que el pueblo argentino lo hubiera hecho de haberse anunciado en 1982 la muerte de Margaret Thacher. Lo que nos presenta como inefable (una actitud que no se puede explicar con palabras) es la alevosía -propia de cualquier pax imperial que reina sobre el orbe- que el Gobierno norteamericano motorizó en la denominada operación “Gerónimo”. En este caso los Estados Unidos actuaron contra todo orden internacional instituido a “cara descubierta”, e incluso, su gobierno se ha vanagloriado por el “éxito obtenido”. Como muestra de un cinismo sin precedentes -al menos en el marco de los Estados- se ha confirmado que la ejecución de Bin Laden fue transmitida en “vivo y en directo” a la a sala de situación de la Casa Blanca.
Cual César del nuevo imperio y como emergente de una minoría antes esclavizada, horas después de haber roto todas y cada una de las reglas del Derecho Internacional (fuente jurídica que posibilita la paz y la seguridad entre las naciones), el Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, sentenció: “Sin Bin Laden, el mundo es un lugar más seguro”.
*Periodista y Magíster
en Relaciones
Internacionales
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