Por Jorge Piva
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1.- Pensamientos y transpiraciones
Hacia principios de los ‘80 Jorge Luis Borges, ya anciano y con su lucidez intacta, dio una de sus conferencias magistrales en el Teatro del Libertador. Víctor Stasyszyn lo presentó y luego del monólogo de Borges leyó las preguntas que el público le formuló por escrito. Borges, como siempre, combinó su erudición (cuando un tema le interesaba) con su elegante ironía (cuando algo le resultaba insustancial). Por cierto, mi pregunta escrita cayó en esta segunda categoría. Era un farragoso planteo sobre los gustos personales de sus propios escritos, o algo así, que Borges respondió con un monosílabo: “Ninguno”, y sonrió, con esa sonrisa de mirada vacía hacia el vacío, que constituía una gentileza hacia el interlocutor, que éste agradecía, aunque en el fondo se sintiera un idiota. Para mi suerte, las preguntas podían no estar firmadas. Yo había asistido más como público que como cronista, ya que si bien trabajaba en una sección de cultura y espectáculos, en aquella redacción del “Córdoba” había profusión de simpatizantes peronistas –comenzando por su secretario General- y a nadie le había entusiasmado una nota sobre nuestro más famoso escritor “gorila”. Como era común (y creo que lo sigue siendo), muchos de quienes lo descalificaban por sus opiniones políticas no habían leído ni un párrafo de su voluminosa obra. Otros, aunque lo disfrutaban en secreto, se alegraban cada vez que el jurado del premio Nobel lo “rechazaba entusiastamente”, al decir del propio Borges. De todos modos, asistí a la conferencia por curiosidad personal y atento a si algo de lo que sucedía merecía una nota.
Todavía no existía el periodismo televisivo donde muchos cronistas jóvenes pretenden hacerse los vivos o los graciosos asumiéndose más protagonistas que el entrevistado, así que algunos jóvenes periodistas de entonces nos conformábamos con parecer originales. Dado que mi pregunta escrita no lo había sido, me levanté buscando una segunda chance en el punto de vista de una posible crónica: recorrí pasillos, trastiendas, subí y bajé por los pasadizos del teatro que bien conocía y me ubiqué detrás del escenario, desde donde podía observar a Borges y al público. Al rato Stasyszyn anunció la última pregunta, Borges se explayó con esa dicción tan particular, a la vez insegura y rápida, y los aplausos y ovaciones rubricaron la función. Yo me aparté de los telones, con un poco de vergüenza por estar espiando desde la penumbra. Al instante, un malón de pasos sonando en el entablonado del escenario intentó converger hacia Borges, que alcanzó a ser sustraído de tales fervores y depositado detrás del telón. Siendo como somos un país de corto plazo, sin las más mínimas previsiones, por ejemplo, sobre el desarrollo urbano, no puede reprocharse que dentro de las improvisaciones de la cultura a nadie se le haya ocurrido prever por dónde saldría Borges apenas terminada su conferencia; o si lo previó, salió mal, lo cual también es parte de nuestro ser nacional. Tanto fue así que en medio del barullo del público, algunas órdenes nerviosas en voz alta y el desconcierto de las autoridades que literalmente habían perdido a Borges, me lo encontré, a dos pasos, tranquilo y solo con su bastón. Dije algo así como “permítame” y lo conduje a un cuartito o camarín cercano, donde había una sola silla. Alguien, desde afuera, cerró la puerta. Le pregunté si necesitaba algo y dijo “un vaso con agua”. A continuación me preguntó a qué me dedicaba, discreta forma de saber con quién diablos había quedado encerrado.
-Soy periodista.
-Ah ... –dijo, y en mis escasas palabras ya había interpretado el timbre y la entonación-. Un joven periodista cordobés. Yo soy un viejo escritor argentino …
Una mujer se asomó a la puerta y yo, con inusitada energía, le ordené que trajera un vaso con agua. No diría que estaba asustado, ni que no sabía qué decir, pero convengamos que el imprevisto, aún gratificante, era en alguna medida incómodo. Así que nuevamente quedé solo con un Borges que hasta entonces había visto en fotos; el real era más pequeño y desvalido: ambas manos apoyadas en la empuñadura del bastón, la semisonrisa permanente.
- … el periodismo … -dijo, continuando su pensamiento anterior- … nadie dio la noticia del nacimiento de Virgilio.
La puerta se abrió y tras el vaso de agua irrumpieron varias personas pugnando por entrar. Entre ellas, María Kodama logró a duras penas rechazar la invasión y recuperar su fortaleza. El férreo protocolo previo de jerarquías y distancias entre autoridades, artista y público, se había derretido alegremente, cual las profusas transpiraciones que nos igualaban, hechas de ansiedades, apretujamientos y calor.
La crónica –donde entre otras cosas relataba esto- fue publicada sin repercusión alguna, no sé si porque no era buena, o porque ya la Editorial Córdoba había empezado a andar a los tumbos y al diario lo leían completo, creo, sólo el portero y el chofer, que así ocupaban sus lánguidas horas de inactividad.
El ejemplo del nacimiento de Virgilio, el poeta latino autor de “La Eneida”, ya había sido utilizado por Borges y lo reiteraría años después, para ilustrar su opinión sobre lo insustancial de buena parte del periodismo. “El periodismo se basa en la falsa creencia de que todos los días sucede algo nuevo. En un diario, por lo general, se escriben noticias desde luego tontas. ¿Qué importa que un ministro viaje o no? De las cosas realmente importantes uno se entera de algún modo. Además, no se sabe de antemano cuáles son. Por ejemplo, la crucifixión de Cristo fue trascendente después, no cuando ocurrió”.
2.- Cosas que no nos cambiarán la vida
A la inversa del célebre listado de Woody Allen en su película “Manhattan” sobre las cosas por las que vale la pena vivir, en una gripe pasada comencé a listar los contenidos de los medios de prensa de cuyo conocimiento podríamos prescindir, sin que ello afectara nuestra calidad de vida ni nuestro normal desempeño. Fue entonces cuando recordé la frase de Borges en aquel encuentro, que había olvidado. Recordé también que Jorge Lanata creó el diario Página/12 con la convicción de que las noticias cotidianas importantes, en todos los órdenes, no podían ocupar más que unas pocas páginas. El sitio web de La Nación tiene un enlace titulado “Lo que hay que saber antes de salir de casa”, y no hay allí más de cinco o seis noticias, entre ellas el pronóstico del tiempo, los cortes de tránsito y los paros del transporte. Buena parte de todo lo demás remite a entretenimientos o es publicidad, hecho, eso sí, con gran profesionalismo. Admiro a esos cronistas del fútbol que pueden hacer atractivo un comentario de media hora sobre un partido malísimo, desmenuzándolo como si fuera un teorema, y seguir con sus repercusiones al día siguiente, y otro más, hasta que se acerque el fin de semana y entonces habrá que hacer irresistible lo que será otro pésimo partido.
Entonces –la gripe había aflojado; lo que subsistía era sencilla fiaca- comencé a hacer un inquietante listado de cosas que no nos cambiarán sustancialmente la vida, ni su desconocimiento nos convertirá en infelices o imbéciles: hechos que son simples pasatiempos y en ello agotan su función. Inquietante, porque incluye a la mayoría de las actividades sociales, de la llamada cultura, el espectáculo, los deportes hechos por otros, las lecturas olvidables (hay un suplemento de diario cordobés, ejemplo del indolente posmodernismo, que en una página comenta un libro de Filosofía sobre el sentido de la existencia y en la siguiente se nos instruye sobre qué colores usar para rechazar malas ondas). Me pregunto: ¿entretenerse sustraído de qué? ¿Pasar el tiempo a la espera de qué? No lo sé ni intentaré avanzar en la elucubración (para ello debería comprar el libro de Filosofía o la receta new age para aventar pensamientos negativos, acto de consumo que cerraría el recorrido deseable de aquellos mensajes).
“Periodismo… nadie dio la noticia del nacimiento de Virgilio”. Quizá no sea pertinente pedirle a los medios que adviertan cuándo, dónde y cómo está “naciendo un Virgilio”. Tampoco, que la televisión se limite a proyectar documentales sobre la revolución bolchevique o el avance de la aparatología médica en el diagnóstico del colon irritable. Pero sí, que no contribuyan demasiado a reforzar la brutalidad, estupidez y mediocridad que, por otros factores, ostentamos en amplias franjas sociales y policlasistas de nuestro querido país.
Bajo este punto de vista, comprendo a mis hijos -clavados en radios FM musicales- que protestan airadamente y amenazan recurrir a la Justicia para que me excluyan del hogar cuando, por razones laborales, cambio de emisora para escuchar las noticias.
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