“Querida Virgencita: gracias por haber salido bien de la operación”, “Gracias por la ayuda recibida”, “Eternamente agradecidos”, “Gracias Virgencita por tu milagro”, “Gracias por nuestra hija, Virgencita”, “Gracias Virgencita por la salud de Gustavo”. Las placas se multiplican sobre el muro. Es la forma que la gente encuentra a la hora de retribuir, volcada en letras, en oraciones, en redención. Mensajes con una única destinataria: la Virgen de Pompeya. La misma que en Villa María, de cara al río Ctalamochita, tiene su homenaje materializado en templo. Punto de referencia por excelencia, el pueblo le llama, simplemente, “La Gruta”.
Corría el año 1940. Salomón Deiver, el por entonces intendente, gobernaba con la angustia a cuestas. Su esposa sufría una enfermedad que la tenía entre la espada y la pared. Los diagnósticos y perspectivas médicas escaseaban en optimismo. Envuelto en aquel sombrío panorama, el mandatario viajó especialmente a Buenos Aires para solicitarle a la Virgen de Pompeya el milagro. Y el milagro se hizo. Tras la recuperación definitiva de la mujer, Deiver cumplió con su promesa y trajo a la ciudad una imagen de su salvadora. Enfrente a donde funcionaba el Zoológico local, se creó el santuario. Un espacio de recogimiento y de fe, donde cualquier quimera se torna posible. La parte principal está compuesta de tres recintos: en el del medio descansa la figura de la Virgen. A la izquierda, la de diferentes santos (San Expedito, Sagrado Corazón de Jesús y Santa Lucia), íconos que combinan a la perfección con el aura dominante. Y a la derecha, un cuarto cerrado con donaciones de todo tipo. Las mismas son repartidas luego a entidades de bien público.
También destaca el roble central, árbol que protege a la concurrencia, e irradia de vida al monumento. Otro tanto hacen los diez bancos de ladrillo que se extienden hasta la vereda, y donde los feligreses aterrizan buscando conectarse con el reino de los cielos. Potenciando la mística del lugar, cientos de ofrendas se suman a las miles de placas de los muros: flores, cartas, estampas, llaveros, monedas y toda clase de elementos se despliegan por los rincones. El inventario es interminable: muchas veces pueden verse mechones de pelo, y hasta pupitos de los bebés recién nacidos. Pero acaso más que cualquier otra decoración, sobresale el coro eterno de las velas. Un fulgor que llueva o truene, de noche o de día, con frío o con calor, está presente. Brillando, irradiando calor, sueños y esperanzas. Los de toda una ciudad. O al menos los de sus habitantes de pensamiento devoto. Esos que siguen creyendo, y dándole vida a este emblema de Villa María.
Otras notas de la seccion El Diario Viajero
Una alternativa a Puerto Madryn
Lo árido y lo verde haciendo magia
Mortadela estaba el mar
La gran maravilla de Oceanía
Ver, sentir y admirar
|