Escribe: Facundo Martínez
Especial para EL DIARIO
Las aldeas de pescadores son cosa común en las costas uruguayas. La forma de vida allí está marcada por la pesca. Pero Cabo Polonio es más distinto aún, porque es el último lugar en el mundo.
En primer término la ruta nacional no ingresa al pueblo, ni divide una arteria para llegar a su casco céntrico. Nada de eso, sino que el pavimento del camino, como quien no quiere la cosa, nos deja en un balneario rodeado de dunas de arena. Se escucha el mar que juguetea con las aves que anuncian un bello día. ¿Pero cuán lejos está el Atlántico? A 6 kilómetros de distancia.
Algunos turistas ansiosos alquilan coquetos Jeep y camiones -a toda tracción- para hacer frente a la naturaleza. Otros se toman las manos, preparan la cámara de fotos, el gorrito y la caramañola, ahorran una bocanada de aire y se internan en las bastas arenas para iniciar una caminata.
Tal vez la mejor idea sea cruzar a caballo, que don Gregorio alquila por unos cuantos pesos, mientras mastica una yerba autóctona.
El paseo, en la modalidad que uno haya elegido, inicia con verdaderas sorpresas en forma de dunas de 30 metros de altura que bambolean según el ritmo que imponga el viento. Este no es mezquino y trae un toque de alivio para tan pelado y crudo sol.
Abruptamente las colinas de arena quedan atrás y la playa aparece planchada por el mar. Hay algunos quinchos que ofician de comercios, ranchos, bares, restoranes o puestos de artesanos. Son similares y hacen a la precariedad y el romanticismo que contraen en la conjunción de la arena pálida, el sol y el verde del Atlántico.
Estancado
en el tiempo
Si bien los cables de tensión vienen llegando, la mayor parte del caserío no tiene luz, agua corriente, gas, ni teléfono. Den gracias si encuentran señal celular, aunque estar conectado a este aparatito puede desencadenar una convulsión: es evidente que quienes llegan a Cabo Polonio lo hacen para desconectarse del otro planeta.
En su mayoría hippies, mochileros, naturistas, amantes del yoga y bohemios, arman sus carpas en cualquier lado. Y si bien está prohibido, y por las noches puede haber problemas, a los “rebeldes” mucho no se les puede exigir. Otra posibilidad es alquilar una casita, pero esta opción no es barata.
Leyendas y
algo más
Entre tanto esparcimiento, se rumorean leyendas. Frente al mar hay una casita con techo a dos aguas, verde, con chapa de cinc, pintoresca, que tiene una bandera alemana en la fachada. Carlos, mientras recoge sus artesanías de madera, dice que es una señora la que habita ese lugar, que vive de lo que le mandan sus hijos desde Europa.
“Está hace muchos años, aunque ahora nadie sabe lo que va a pasar, porque como esto es una reserva natural, Prefectura no quiere más pobladores. El verano pasado, a muchos les levantaron las casas”, comenta.
Otra leyenda cuenta que los turistas suelen quedarse estáticos al mirar el océano porque sienten la tristeza del español que murió allá por 1736: El capitán Polonio, quien le dio su nombre al poblado.
Amantes de la vida en plena libertad y el azar, turistas hartos de hacer cola y de ser salpicados de arena por el picadito de fútbol de los muchachos hormonales. Viajeros que no pueden creer que recorrieron tantas rutas para depositarse justo donde el bañero puso a todo volumen música de temporada y pretende hacer ejercicios aeróbicos... Acá no hay televisión que te recuerde el día que es, ni Internet que te pasee virtualmente. Sólo cantos improvisados con los colores de los extranjeros que se animaron a llegar al último lugar del mundo.
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