Si repitiéramos aquí el artículo que el año pasado escribíamos relacionado con el advenimiento de la autopista Córdoba-Villa María y los riesgos que ya se manifestaban a pocos días de haberse completado el tramo, tal vez cobraría tanta actualidad como si hubiera sido escrita hoy.
Pero a ello hay que agregarle un plus con el luctuoso saldo de muchas víctimas que se cobró el uso indebido, imprudente, por impericia y por falta de infraestructura, llegando a cifras alarmantes, además de heridos graves con discapacidades diversas.
Las condiciones de transitabilidad siguen iguales: falta completar la señalización, falta completar la iluminación, falta el cerco divisorio que evite el encandilamiento, no hay un miserable teléfono de emergencia y el cada vez más nutrido parque automotor se suma al caos que representa el comportamiento de los usuarios de todo tipo: colectivos que van a 130 kilómetros por hora hasta en situaciones de visibilidad nula por niebla, camiones que exceden el peso máximo y destrozan la calzada, automóviles que van a más de 200 kilómetros horarios, aparte de la falta de habilidad y aptitud de los conductores y jamás hay un control de alcoholemia, ni de velocidades, ni de nada. Y eso que está la Policía Caminera. Sumemos a ello la monotonía que ocasiona la misma ruta, todo lo cual se conjuga para que dos de cada tres accidentes sean por incrustarse debajo de un camión o acoplado en la parte trasera o por vuelcos porque el conductor se durmió. Ni hablar de que para muchos, los espejos retrovisores son sólo un elemento decorativo.
Así no se puede viajar con la seguridad mínima.
Obviamente que esta situación se asemeja mucho con las rutas de doble mano donde los accidentes, en su mayoría, son frontales y las consecuencias son idénticas. Y si a ello le agregamos la indefensión frente a los que no tienen la mínima cobertura contra terceros ni patrimonio alguno para afrontar los daños causados, tenemos cartón lleno.