Madrugada del sábado. Fría.
Las luces que rodeaban la vieja Estación de Trenes y el subnivel eran desafiadas por una fugaz niebla. La batalla fue pareja.
Olga T. cruzaba sola el lugar para encontrar un taxi que la llevara a la casa de su barrio.
Era su costumbre hacerlo.
Siempre tomaba ese atajo sorteando las vías, hasta llegar a las pequeñas verjas de hierro que anuncian la llegada de la avenida principal.
El reloj marcaba las 3.15.
Apenas un par de autos esperaban las luciérnagas verdes del semáforo para salir hacia la Villa María casi durmiente.
La muchacha pasaba por el costado de la estructura despintada del abandonado túnel, que aún conserva una de sus bocas clausurada con rejas y candado.
Esa boca que sería la protagonista de su historia. De una historia de algunos minutos que parecieron siglos.
Estaba a un par de segundos de llegar a su primer destino.
Por su imaginación nunca pasó algo parecido a lo que estaba por vivir, a lo que le iba a ocurrir. Ni en sus sueños de recientes 30 años.
Un grito de mujer escapó del fondo del túnel abandonado. Un grito seguido de una interminable carcajada.
Repentinamente, se encogió de hombros y su cuerpo se paralizó.
Olga T. giró sus ojos hacia la vieja Estación de Trenes, pensando que desde ese lugar venía el eco aterrador. Pero allí no había nadie. Los bancos de madera dormían sin habitantes.
Al volver la vista, alcanzó a observar una imagen borrosa que quería salir de entre las rejas del túnel, pero en silencio. Un silencio que fue más intrigante aún. Una imagen con tapado oscuro como la misma madrugada.
Casi no podía cruzar las pequeñas verjas de hierro para ganar la avenida. Cuando pudo hacerlo, intentaba mirar otra realidad. La realidad de todos los días, de todas las noches.
Pero no podía separar ni de su cuerpo ni de sus ojos los segundos más impresionantes de su vida.
Olga T. ocultó después en el anonimato su miedo y su asombro. Su vivencia.
Desde la avenida hasta su lejana vivienda no podía hilvanar una sola palabra. Apenas alcanzó a marcarle al taxista la dirección adonde la iba a llevar.
Llegó a la casa de su barrio y no pudo dormir su pesadilla.
Atrás habían quedado las luces, la niebla, las vías y el frío.
Atrás también habían quedado la avenida principal y los bancos de madera de la vieja Estación.
Lo que no pudo quedar atrás fue el grito, la interminable carcajada y la imagen borrosa. Menos la boca del túnel abandonado que descansó en la oscuridad de su cemento despintado y de sus escaleras mugrientas.
Esa sensación tal vez nunca pueda quedar atrás.
Madrugada de un sábado de mayo. Fría.