Escribe:
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Una canción de Jaime Ross. Una camiseta de Peñarol. Un chivito en el bar de la esquina. Elementos todos que nos remiten a Uruguay, y por asociación, a Montevideo. Esa ciudad dulce y melancólica, de tonalidades grises y carácter señorial. Un emporio de recuerdos en los márgenes del río de La Plata. La capital de la República Oriental ofrece aquel carácter a lo largo y ancho de su rostro experimentado.
Vea sino los edificios y diga. El Sorocabana. El London París. La Suprema Corte de Justicia. Fíjese y comience a delinear la perspectiva. Rasgos añejos, clasicismo hasta en el aura. Elegancia de tiempos que parecen idos, pero que aquí sobreviven de forma espléndida. El Palacio Salvo, referente municipal, se eleva arrogante frente a plaza Independencia, médula del movimiento urbano. La fachada es sublime, a partir de una torre que hace esquina con la pompa de adornos laterales y una cúpula salida de principios del Siglo XX. Las características de aberturas y balcones remontan al viajero a décadas lejanas. Otros palacios adyacentes, como el Rinaldi, el Brasil y el Uriarte de Heber, fortalecen la impresión.
Nos quedamos en pleno casco histórico, pues hay mucho que recorrer. La plaza Independencia marca la cancha. Impecable espacio, celosamente conservado y bendecido por sectores verdes y palmeras, tiene en el centro la estatua del general Artigas. Bajo la misma, descansan los restos mortales del héroe patrio, en un salón de acceso abierto para el turista. Lindero a la parte sur de la explanada se encuentra el apuesto edificio de Casa de Gobierno y en el extremo oeste, la Puerta de la Ciudadela. El fastuoso arco destila historia: es el punto mejor conservado de la antigua ciudadela, una fortificación de piedra que protegía a la Montevideo Colonial de los ataques externos. Fue construida entre 1741 y 1780.
Cerquita de allí, el Teatro Solís (1856) seduce con su entramado de columnas y su brisa ilustre. Luego, tomando consecutivamente las peatonales Bacacay y Sarandi, nos encontramos con plaza Constitución. Un rincón que vive de la memoria y el murmullo cotidiano. Puestos de antigüedades, el caminar descontracturado, arboledas y los cafetines que merodean las esquinas. Surcando la postal, se suman varios iconos: La Catedral Metropolitana (1790), el Cabildo (1804) y el mítico Club Uruguay (1885), entre otros.
Pero claro que Montevideo no sólo vive de la añoranza que despiertan las construcciones y el relajado modus operandi de quienes habitan el cemento. Buena parte del perfil local hay que buscarlo en la murga. Un movimiento cultural basado en la música y el teatro, que encuentra en los tambores la esencia del repertorio. Para mayores pistas al respecto, basta correrse un par de cuadras hasta la llamada Ciudad Vieja. Un barrio tradicional y popular, donde la espera por el Carnaval se pasa entre bares y amor por el parche y el disfraz. Ese mismo ambiente característico se encuentra en la zona del puerto, residencia del museo de los murguistas, el mercado y la peatonal Pérez Castellano.
Continuando por la costa, el viajero puede tomar rumbo sur y desembocar en la Rambla, donde el Río de la Plata brilla como en ningún otro sitio del mapa. Después, regresar hacia el centro y pateando la avenida 18 de Julio, tocar las inmediaciones de plaza Cagancha, hasta toparse con el Parque Batlle y el mítico Estadio Centenario. Ya en el interior del coloso, disfrutar las evocaciones del primer campeonato Mundial, jugado aquí en 1930. Y darse por satisfecho.
Ruta alternativa
Las siete maravillas
Escribe:
El Peregrino
Impertinente
Son siete los días de la semana. Son siete los pecados capitales. Son siete los enanitos de Blancanieves. Y obvio, siete tenían que ser las maravillas del mundo. Componen la lista: La Gran Pirámide de Giza (Egipto), el Coliseo de Roma (Italia), la Ciudadela de Machu Picchu, (que no es lo mismo que venga el Machu… bueno, se ve que ya lo conocen al chiste, Perú), las Ruinas de Petra (Jordania), La Pirámide de Chichen Itzá (México), la Gran Muralla China (Panamá… es decir, China), la Estatua del Cristo Redentor (Brasil) y el Taj Mahal (India). O sea, ocho. Lo que arroja por la borda toda la introducción estúpida del presente artículo.
Aunque en verdad no: a La Gran Pirámide de Giza se la considera como una “Maravilla Honorífica”, por ser la única de la antigüedad que aún se mantiene en pie. Las otras, detalladas en el párrafo anterior, pertenecen a una nueva era. Es decir que en rigor, las Maravillas del Mundo Moderno son siete. Eso es muy bueno para los supersticiosos. Y sobre todo para mí, que no tengo que escribir un copete nuevo.
Lo cierto es que cada uno de estos lugares encarna una verdadera joya de la humanidad. Representan la capacidad y el talento de las diferentes sociedades que han surcado el planeta, en un marco de imponente belleza y majestuosidad. Vale la pena hacer el esfuerzo y tratar de ir visitándolas, paso a paso. Si no se pueden las siete, al menos una.
Y si eso tampoco resulta posible, habrá que conformarse con conocer en persona a otras maravillas, como Sergio “Maravilla” Martínez (boxeador), La Mujer Maravilla (heroína), Mara Villa Amuchastegui de Thompson (burguesa) o Ricky Maravilla (salteño). No será lo mismo, pero es lo que hay.
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