Mujeres y hombres, pantalones cortos y zapatillas, suben y bajan. Suben por la escalinata principal que da al verde. Bajan por la escalinata lateral que da a la avenida Del Libertador. Arriba, los espera la figura erguida del hombre que marcó el nacimiento de una era. Es Jesús, que apoyado en la cruz y de semblante apaciguado, comunica serenidad y paz. Los devotos que hasta él llegan, lo tocan, le rezan, le piden. Algunos deportistas, con agitación a cuestas, se hacen un tiempito para persignarse.
Imágenes como éstas se repiten a diario en el Cristo Redentor. Monumento insignia de nuestra ciudad, constituye un homenaje a la fe cristiana y, sin embargo, convoca tanto a devotos como a ateos. Más allá de su aura religiosa, es un espacio social. De los que creen. Y de los que no.
Ubicado lindero al puente Isidro Fernández Núñez (conocido popularmente como “Puente Negro”), entre los barrios Sarmiento y Santa Ana, acapara la mirada de los transeúntes. Fue finalizado e inaugurado el 25 de setiembre de 1942, en conmemoración del 75º aniversario de Villa María. Por entonces, el intendente era Salomón Deiver, bajo cuyo mandato también se erigió la Gruta de la Virgen Pompeya.
Así se completó un pequeño circuito que une, a través de la costanera, estos dos baluartes religiosos y que incluyó por años el Jardín Zoológico de la ciudad. Las obras significaron el comienzo de la urbanización en la zona adyacente al Río Calamuchita. El lugar, por entonces, estaba dominado por la maleza y la basura. Su inauguración fue todo un acontecimiento para la región. El mismo gobernador de la provincia, Santiago del Castillo, asistió al acto de apertura. En el evento, también se reconoció a diferentes “vecinos benefactores” de la construcción, como el Presbítero Pablo Colabianchi y el Doctor Antonio Sobral.
El monumento ha sido remodelado algunos años atrás, destacando hoy la pintura en amarillo, el ladrillo visto y la decoración en piedra que rodea la base. Notable es el talante que adquiere por las noches, con la iluminación y el movimiento circundante al Paseo Juan Pablo Segundo, enalteciendo su silueta. De día, la majestuosidad merma. A cambio, ofrece otro regalo: el de trepar hasta la cima, y frente a la figura central del cristianismo, apreciar la vista de los alrededores. El río, los techos bajos del trazado urbano, la naturaleza de la costanera.
Un aliciente sumamente importante. Pasaron décadas enteras. Y mucha agua debajo del puente. Pero allí está, erguido, invitando.
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