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17 de Julio de 2011
Destinos - Laos
Aventura por el Mekong
Un inolvidable recorrido de dos días por el mítico río asiático. La belleza de los paisajes circundantes y lo atrapante de la cultura laosiana
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Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO

El Mekong es uno de los ríos más importantes del mundo. Columna vertebral del sudeste asiático, alimenta de vida a media decena de naciones. Lo engendra el Himalaya, en el Tíbet. Muere en el mar de China, junto a las costas de Vietnam. Su delirante recorrido incluye casi cinco mil kilómetros de alucinantes paisajes. Y mucha mística.
Luego de bajar furioso por la cordillera continental, adquiere facciones relajadas y majestuosas en Laos, país al que lo atraviesa de punta a punta. Así, la antigua colonia francesa ve en el legendario afluente un baluarte no sólo económico, sino fundamentalmente cultural. Esencia y espíritu de esta tierra mágica, acumula protagonismo a manos llenas. Sin más preámbulos, pasamos a navegarlo.
La aventura se inicia en Huay Xai, en la frontera con Tailandia, y finalizará en Luang Prabang, ciudad emblema del norte de Laos. Serán dos días de contemplación y descubrimientos, de aprendizaje y redención. Imágenes impensadas surgirán en las orillas, propias de lo que nuestro paladar occidental cataloga como “exótico”. Pero que aquí ocupan el lugar de lo cotidiano.

La salida

Kita vive en Huay Xai y se dirige a Pak Beng, justo a la mitad de nuestro recorrido. No habla inglés. Mucho menos castellano. Pero se ríe con ganas, con dientes grandes, cuando comparte con el foráneo a través de las señas. De pasar humilde, como la inmensa mayoría de sus compatriotas, se acomoda al frente del pequeño navío de madera. Ahí queda, aguardando la salida. Igual que el centenar de turistas que, adentro, presagian un viaje inolvidable. En la proa vamos, acompañados por Kita, frutas, arroz, velas y otras ofrendas que el capitán le dedica al Buda. En estas latitudes, la impronta del budismo perfuma cada ápice del día a día. La silueta de la pagoda local fortalece la idea, en tanto nos alejamos lentamente hacia tierras desconocidas.
Las primeras postales tienen que ver con montañas briosas, verde inexpugnable y una corriente de agua que esconde todos los misterios del Asia. La visual no podía ser más apropiada. Palmeras a los costados, aroma a selva tropical, sol que ilumina. De tanto en tanto, los arrozales explican cual es la principal actividad económica de la zona. Más escondidos, los campos de opio disimulan otro importante sostén del bolsillo. Mientras, algunos pescadores trabajan el río. Embarcaciones y redes derruidas, cañas improvisadas y simpatía recargada para saludar a esos extraños hombres de blanco que pasan al lado.
Luego, las primeras aldeas brotan de la arena. Ranchos y chozas de madera reflejan la pobreza imperante. Pero también la dignidad de un pueblo tan sufrido como honrado, que tiene poco y ríe mucho, y que a través de esos gestos de alegría nos enseña a valorar lo imprescindible. Frenamos y algunos lugareños bajan con mercadería a cuestas. Un par de niños entran y venden cerveza y golosinas. Después los saludos y a seguir la marcha.
El atardecer nos deposita en Pak Beng, donde pasaremos la noche. Una cuadra de sencillos restaurantes y hosterías le abre la puerta a los visitantes, entre sandalias e incienso. Charlas con los locales y merecido descanso.

La llegada

La segunda y última jornada amanece bucólica, a partir de cerros que bajan en altura y un Mekong que se vuelve más ancho. El horizonte se extiende, al tiempo que las paradas en nuevas aldeas reavivan la curiosidad extranjera. Tras otras ocho horas de panorámicas y cultura laosiana, la llegada a Luang Prabang es evidente. Una espléndida costanera laurea el río y nuestro arribo. Sobre los márgenes, mucho movimiento y el resurgir de la huella montañosa. Templos que se sospechan, y que ahí empiezan a aparecer. Una ciudad fantástica aguarda a ser descubierta. Dejamos el Mekong. El Mekong nos deja. Quedamos extasiados, por culpa de una experiencia irrepetible.

Ruta alternativa: La Alhambra

Escribe:El Peregrino Impertinente

La Alhambra, en la preciosa ciudad de Granada, al sur de España, es una enorme fortaleza amurallada que sirvió como morada de la corte de los reyes nazaríes hasta la reconquista católica. Generalmente se la define como una ciudad, o Medina, en árabe. Todavía están los que creen que la palabra comenzó a usarse en honor el “Teto” Medina. Falso: todos saben que la distinción le corresponde al “Mencho” Medina Bello, otrora goleador de River que fue visto por última vez en una perrera municipal de Gualeguay, Entre Ríos.
Patrimonio de la Humanidad, la Alhambra es el mejor ejemplo de una época dorada. Se construyó a principios del Siglo XIII, cuando los “moros” invadieron la Península regando a España de mezquitas, camellos y fogatas de banderas yanquis. Basta con recorrer los maravillosos edificios y parques del lugar para viajar hacia aquellos años distantes y fantasear con las bellezas de entonces.
Hoy, el complejo sigue explotando de prodigios, de tesoros a la vista y de turistas. La sed por conocerlo es tal, que sus administradores debieron poner un límite diario de visitantes, para que la gigantesca estructura no fuese puesta en peligro. Estudios recientes indican que los muros, arcos y demás elementos empiezan a sufrir deterioro cuando ingresan más de 5 mil personas juntas o doce japoneses con sus cámaras y gritos, lo que ocurra primero.
Pero más allá de eso, La Alhambra es un lugar permanentemente abierto. Semejante monumento no podía dejar de ser expuesto al mundo. Es un milagro hecho por el hombre, una reliquia invaluable, un orgullo planetario. Igual que las pirámides de Egipto, la Gran Muralla China o el Reloj Cucú de Villa Carlos Paz. Gracias hermanos árabes. El que no salta es amigo de Kaddafi.

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