Escribe: El peregrino impertinente
Existe un sinnúmero de prácticas que los seres humanos evitamos realizar cuando salimos de viaje. Limpiar, estudiar o trabajar son algunas de ellas. Igual, yo tengo un montón de amigos que ni drogados con jarabe para la tos se atreverían a llevar a cabo alguno de estos quehaceres, inclusive en el lugar en donde viven. “Esas cosas son intrascendentes; lo importante es lo de adentro”, aseguran sin el menor signo de rubor facial.
Amén de aquellos ejemplos, creo que no debe haber una acción más inapropiada para hacer cuando estamos de viaje que es ir al dentista. A no ser que te ocurra una desgracia, como lastimarte la muela con un carozo de palta, no hay ninguna necesidad de acudir al odontólogo durante las vacaciones.
Por lo menos, yo no conozco a nadie que estando en Pakistán, Malasia o Sri Lanka se haya hecho una escapada al consultorio para probar cómo son los tornos del mundo musulmán.
Situaciones improbables
Tampoco escuché a alguien decir: “Che, mañana me voy al norte de Brasil a pasarme unas semanas echado en la playa. De paso aprovecho el tiempo libre para hacerme cuatro o cinco tratamientos de conducto. Es cuestión de estar tres horitas por sesión con la boca abierta mientras me perforan los dientes y me insertan elementos punzantes en lo más profundo de las encías. No pasa nada”.
Menos me imagino a un turista sentado en un restaurante, con gorrita y cámara de fotos al cuello, solicitándole al mozo algo como: “Maestro, que la carne sea bien tiernita por favor, que vengo del dentista y me acaba de poner una amalgama en el premolar derecho superior y no quiero que se me salga. ¿Viste cómo es?, después los de la obra social empiezan a poner peros y es un quilombo”.
Sí, tales materias mejor dejarlas para cuando volvamos a casa. Allí tendremos suficiente espacio para sufrir como condenados en esos sillones maléficos.
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