Escribe: El Peregrino Impertinente
El viaje implica no sólo el traslado del cuerpo hacia otras latitudes, sino también la conexión cultural con aquello que es “diferente”. Es obvio, se cae de maduro. Como se cae de maduro que Bin Laden nunca murió y anda recostado en alguna playa del Caribe. “Deme uno sabor empanada árabe”, le dice al vendedor de helados, la barba teñida de rubio.
Si viajamos a Japón o Noruega, por ejemplo, nos encontraremos con costumbres culinarias bien exóticas. Costumbres que pueden causarnos impresión. Ambas naciones son las principales consumidoras de ballenas en el mundo. Tradición, como bien se sabe, largamente repudiada en el resto del planeta.
Pero los tipos no son tontos. Conocedores de ese rechazo global, se las ingenian para disimular su tendencia a tragar animales en peligro de extinción. El noruego, al momento en que el foráneo le habla de la lucha contra la caza de ballenas, asiente en silencio, mientras que con el palillo se saca el pedazo de milanesa de cachalote que se morfó un rato antes.
El japonés es más disimulado. Aun cuando su devoción por masticar ballenas es tal que no puede evitar introducir el tópico en la charla de café: “Vieras el guiso de orca que me clavé anoche”, le dice Hiroki a su amigo Suzuki, provocando una erección en este último. A la llegada de un turista extranjero, se hace el gil y cambia de tema: “Y como te decía, los Rolling siguen sonando bien, aunque me parece que Richards está más cerca del arpa que de la guitarra”, proclama, alzando la voz.
Se ve que ni noruegos ni japoneses han leído libros como “Moby Dick” ni visto películas como “Liberen a Willy Taner”, porque si lo hubiesen hecho andarían más flojos de apetito. Más allá del dilema moral, queda claro que sobre gustos no hay nada escrito.
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