Escribe
Carlos Sacchetto*
Los resultados no dejan dudas. Lo que todo el sistema político argentino imaginaba se verificó con claridad ayer, en la realidad de las urnas. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner tiene una abrumadora cantidad de votos en todo el país que, si los conserva durante los próximos 70 días, la pondrán en condiciones de ser reelegida por otros cuatro años, en la primera vuelta de la decisiva elección prevista para el 23 de octubre.
A su vez, los candidatos de la oposición tomaron conciencia anoche de que esa enorme distancia que los separa en votos de Cristina no podrá ser descontada sólo con ejercicios de voluntad. En el tiempo que resta hasta aquella elección, necesitarán imaginación y mucha audacia para desprenderse de personalismos e intentar una última y compleja ingeniería electoral.
Aun así, nadie puede asegurar con fundamentos serios que la presidenta no será reelegida por otros cuatro años.
Las razones del notable respaldo del que goza la jefa del Estado no son tampoco una sorpresa. La situación económica que gran parte de la sociedad visualiza como estable y sin sobresaltos, a pesar de una persistente y peligrosa inflación que la euforia del consumo disimula, es el factor principal para no arriesgar un cambio de rumbo. Hay también una adhesión con ribetes ideológicos, basada en medidas de Gobierno que en su mayoría se tomaron en la etapa anterior, bajo la presidencia del fallecido Néstor Kirchner.
Hay, finalmente, algo intangible que sólo se mide con la mirada del corazón. La sensibilidad afectiva de los argentinos ha demostrado que prodiga protección especial a una mujer que perdió a su compañero y afrontó con valentía la responsabilidad de presidir un país. Ese gesto también es esperable, si uno analiza con detenimiento las características que tiene la solidaridad en la idiosincrasia argentina.
Sobre esa voluntad de perseverancia ante el dolor personal, Cristina logró lo que sólo con acción política hubiese sido muy difícil; esto es, la resurrección del kirchnerismo. Vale recordar que el propio Néstor Kirchner perdió nada menos que la provincia de Buenos Aires en las elecciones legislativas de 2009. Su vencedor fue Francisco De Narváez, por entonces un novato. Desde aquellos números hasta los que se registraron anoche, el kirchnerismo se reconstruyó con un vigor impresionante.
Bien puede decirse que esos votos son casi con exclusividad de Cristina. No de otra manera puede entenderse que haya ganado, por ejemplo, en Capital Federal.
Lo mismo sucedió con el arrastre que tuvo la presidenta en los otros dos distritos que el oficialismo consideraba más difíciles, como son Santa Fe y Córdoba.
Ha sido, sin dudas, una avalancha incontenible, que pinta de un color diferente el mapa político argentino.
Si como les gusta a los pensadores del oficialismo, consideramos que el partido que está hoy en el poder es una expresión de izquierda, cuesta aceptar que en la Argentina la derecha esté representada por los porcentajes que obtuvieron Ricardo Alfonsín o Eduardo Duhalde?
Ese déficit de representación quizá se explique por la deserción de Mauricio Macri? a proyectarse hacia el plano nacional. Pero importa señalar que ese voto también fue a Cristina.
El kirchnerismo, además de considerarse izquierda, se reivindica como peronista. Gran parte de sus seguidores provienen de ese movimiento creado por Juan Domingo Perón hace 66 años. La elección de ayer también mostró la vigencia interminable, entre distintas generaciones de argentinos, de algunas banderas básicas que levantó aquel liderazgo. Si se suman los votos de Cristina, los de Duhalde y los de Rodríguez Saá, todos autodenominados peronistas, acumulan bajo esa definición a casi el 70% de los electores.
Era justamente desde el peronismo de donde parte de la oposición creía que se le iba a poner un límite al poder electoral de la presidenta.
Los llamados “barones” del conurbano bonaerense, que se mostraban dispuestos a castigar la política excluyente de Cristina a la hora de conformar las listas de candidatos, finalmente no lo hicieron. O si quisieron hacerlo, los votantes de esas jurisdicciones no lo aceptaron y votaron en el tramo presidencial por lo que consideran para ellos más justo. O más útil. De ese modo, quedó legitimada la transferencia de poder que instrumentó la jefa del Estado, de los viejos dirigentes justicialistas a los jóvenes representantes de la agrupación La Cámpora.
Con los números finales, la oposición podrá definir algunas acciones que le permitan achicar distancias en octubre. Para eso, como se ha dicho, hará falta una ingeniería electoral que le aporte votos al que finalmente se ubique en el segundo lugar. Pero eso reconoce serias dificultades políticas y prácticas.
La aprobación en el Congreso de la Boleta Unica sería un paso decisivo en esa dirección, porque facilitaría que un candidato resigne su postulación a favor de quien pueda polarizar con Cristina, pero que mantenga su lista partidaria de legisladores.
Estas elecciones primarias, cuyo fin es definir candidatos en la interna de cada partido, no han cumplido con ese objetivo.
O sea que su importancia institucional es inexistente. Sin embargo, han tenido una extraordinaria gravitación en lo político.
Dejaron claro que el liderazgo de Cristina Fernández no sólo no ha decaído sino que se ha incrementado, incorporando a sectores impensados.
Si las palabras de anoche de la presidenta, apelando a la unión nacional y a la humildad, bajaran como una orden a todos sus cuadros dirigentes, el horizonte se despejaría de los excesos a los que lleva creerse dueños de los votos y no depositarios de un mandato popular.
*Fue miembro de la primera Redacción de EL DIARIO. Integró también la Redacción de Clarín y ahora se encuentra de regreso en La Voz del Interior, donde el lunes último publicó este artículo.
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