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17 de Septiembre de 2011
Honremos la vida - Análisis sobre la problemática del tránsito en la ciudad (Parte I)
Genocidio moderno
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Ayer, familiares y amigos de Alexis, la última joven víctima fatal del tránsito, construyeron una gruta en el lugar del accidente, frente al Hipódromo villamariense, sobre la 158

Escribe

Lic. Federico Garay*

Los villamarienses estamos, con justa causa, espantados. En tan sólo cinco días perdimos la vida de cuatro jóvenes (muy jóvenes) en accidentes de tránsito. Se suman a una deshonrosa lista de tantos que se transformaron frente a nuestra impotencia, en lágrimas, dolor y estrellas amarillas. El dato duro, concreto, es insoportable: desde hace más de 10 años en nuestro país mueren en promedio 22 personas por día en accidentes de tránsito. Ponerse a sacar cuentas multiplicando esta cifra por semana, por mes, y ni hablar por año, provoca tristeza y alarma. Un genocidio sin rostro, sin estrategia, sin ideología ni sentido. Pero en algún punto entre nuestro registro de la preocupación general y la prevención individual concreta se establece una discontinuidad que no nos permite transferir la conciencia de riesgo al acto propio de sumergirnos en el tránsito cotidiano. La explicación a esa separación entre preocupación y prevención, con seguridad no es una sola. No está a mi alcance analizar con alguna autoridad, o competencia en la materia, asuntos como la legislación, los controles, la acción política o las características demográficas vinculadas al tránsito. Aún así considero oportuno aportar una reflexión en relación a los aspectos psicológicos que estimo influyentes ante esta tragedia cotidiana de la que somos permanentes protagonistas y testigos.
En primer lugar cabe mencionar que para el sujeto social, el involucramiento con el tránsito urbano forma parte de lo que se denomina “la vida cotidiana”. Ana Quiroga define a la vida cotidiana como la manifestación inmediata, en un tiempo y espacio, de acciones concretas que se configuran en las relaciones sociales. Es decir que la vida cotidiana se manifiesta predominantemente en actos. Lo cotidiano, por repetitivo, por acostumbramiento, tiende a ser irreflexivo, automático, mecánico. Lo que se hace cotidiano, cosa de todos los días, deja de ser excepcional, especial, y por ello deja de concitar nuestra atención en sus procesos.
Pasa a un plano secundario, para que circule por canales automatizados, y podamos disponer de ese resto de energía para otros asuntos. Mis acciones de tránsito urbano no están ajenas a esta lógica, se hacen “vida cotidiana”, por lo que tiendo a perder el sentido de lo importante, sensible y riesgoso que constituye una acción sobre la que casi nunca reflexiono: estoy desplazando mi cuerpo y el de otros a una velocidad impropia para este cuerpo, y lo hago sobre una máquina de materiales duros, sorteando a múltiples otros que simultáneamente hacen lo mismo. Esto que pronunciado así suena como un asunto delicado y peligroso, pierde su connotación de riesgo al ser vivenciado como la cosa cotidiana. Entonces se desprende que parte de la prevención implica desarrollar nuestra saludable capacidad de hacer crítica a lo cotidiano, de arrojar conciencia sobre la predominancia de la acción.
Muchas veces la dificultad para poder sostener esto se vincula a las demandas actuales, a la ansiedad cultural de ser a la vez muchas cosas, en múltiples lugares, en un mismo tiempo. Mandato social, económico, cultural, de exigirnos cubrir cada instante con un acto útil. Esa demanda de energía requiere que cada vez más cosas se puedan hacer de modo sencillo, fácil e inmediato. Si trasladamos esas características a nuestra conducta vial, esa del cuerpo que se traslada, pues estamos en graves problemas.
Claro que aquí se involucra otro factor de elevada influencia, y que se constituye como síntoma de la sociedad que somos: a medida que Villa María crece como ciudad, y se potencia como urbe, el ciudadano se ve forzado a modificar hábitos y costumbres. Los estilos de vida se ven paulatinamente alterados por condiciones sociales que apuntan hacia las características de una ciudad grande. La competencia, el status social, la ambición, la frustración, la depresión, las creencias y el modo de ver las cosas, son fenómenos que siempre existieron y que hoy se potencian, manifestándose como exigencias que reclaman de nosotros cada vez más. Para que todos nos entendamos, estoy definiendo lo que en confianza llamamos “vivir como locos”. Ese nivel de demanda nos obliga a relegar o pasar a un segundo plano todo lo que “innecesariamente” consuma nuestra energía, para poder disponer de todo nuestro caudal en los asuntos “importantes”. Sentimos que al tiempo hay que exprimirlo como a un cítrico y, para lograrlo, hacemos malabares. Cuando a esos malabares, valga la metáfora, los desarrollamos en la cuerda floja de la calle, en nuestro vehículo, en la moto o como peatones, para que cada segundo cuente, se nos presenta como inevitable primerear al “competidor” que aparece en cada esquina. Se nos hace razonable evitar odiosas dilaciones imprácticas como la demora de colocarse un cinturón “si total voy acá nomás… ah, pero en la ruta sí me lo pongo, eh”; o como colocarse ese antiestético casco “si total voy despacito” o “esta semana no he visto que hagan controles”; interpretamos neciamente que el verde significa “avance”, rojo “detenerse” y amarillo “apurate a pasar antes que se ponga rojo”.
Nadie en su sano juicio apostaría su vida en un juego donde el premio es la posibilidad de ahorrarse 30 segundos. Sin embargo, acríticamente hacemos esa apuesta en cada esquina, en cada semáforo, en cada “cuadrita contramano que no viene nadie”, en cada “voy por donde quiero si total voy en bici, las reglas son para los motores”, en cada “y bueno tengo que ir con los tres chicos en la moto porque no tengo otra cosa”, en cada “soy cadete, no me puedo demorar como los demás, porque la calle es mi lugar de laburo y no estoy paseando”, en cada “soy joven, soy indestructible”, en cada celular que atiendo mientras manejo porque “mirá si me voy a detener por una llamadita de nada como si yo no pudiera hacer dos cosas a la vez, qué me van a decir a mí”.
Me reflejo en cada ejemplo y siento vergüenza, porque alguna vez pude haber mirado las cosas de ese modo. No está nada mal avergonzarse, es justamente un sentimiento del que nacen muchos aprendizajes, quizás los que más firmemente se forjan. Es preferible ser aleccionado por la vergüenza y no por un evento traumático.

N de la R:
Mañana, Parte II y final, dedicada a características
propias de la juventud
relacionadas con el tema.

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