Escribe:
Lic. Federico Garay
Después de lo señalado en la edición de ayer, es necesario mencionar la incidencia de algunas características propias de la juventud, la de siempre y la de hoy. Por propio proceso evolutivo el adolescente tiene una relación especial con su cuerpo, el que por un lado lo asusta como transformación que escapa a su control, que lo hace desencontrarse con su propia imagen, porque desafía los esquemas corporales que tenía incorporados, y que genera ocasional rechazo por sí mismo, sobre todo cuando detecta lo que de sí escapa a los ideales y cánones físicos establecidos; y por el otro lado, lo glorifica como potencial de omnipotencia, pues el cuerpo de niño se hace fuerte, poderoso y sobre todo resistente. Entonces en relación al cuerpo pueden esperarse de los adolescentes conductas de riesgo que demuestran a la vez la desvalorización por la imagen en conflicto y la sobrexposición por la sensación de omnipotencia.
Además de esta conducta ambigua respecto de su propio cuerpo, el adolescente, inmerso en la avalancha de cambios integrales en su vida (físicos, psicológicos, vinculares, etcétera), se ve en la necesidad de reconstruir una identidad, de reinventarse. La identidad infantil ya no sirve. Esta característica determina en el joven una búsqueda que, como toda exploración, requiere experimentar, probar, atravesar límites y, en definitiva, exponerse a riesgos allí donde espera encontrarse consigo mismo, preferentemente con un “yo” que le permita ser incluido y aceptado por sus pares. Ante estas circunstancias, entonces, no son las leyes sociales ni las convenciones de los adultos las que rigen sus conductas, intereses y preocupaciones, sino las imposiciones culturales del mundo joven, que determina quién está incluido y quién queda afuera. Se contraponen dos situaciones de riesgo sobre las que el joven debe tomar una decisión. Por ejemplo: si no uso casco el riesgo es lastimarme o que se enoje un adulto, si lo uso el riesgo es deteriorar mi imagen frente a mis “otros significativos”, quedar como un “b…” (para ser bien explícito). Ante esta elección, para el joven la cosa no es tan fácil.
Como todo fenómeno complejo, la inseguridad vial es un entramado de factores que confabulan en plena interacción, que requiere de la intervención de múltiples disciplinas e instituciones. Pero por sobre todas las cosas, de nuestra reflexión individual y colectiva, del autoreconocimiento y apertura a la autocrítica. Nos engañamos cuando reducimos toda explicación a una desidia del Estado o a una falencia educativa. A veces delegar culpas artificialmente y de manera masiva nos permite sentirnos mejor con nosotros mismos, pero nos impide descubrir qué tenemos que ver cada uno de nosotros en todo esto. Todos somos protagonistas de esta gravísima tragedia cotidiana, de este genocidio moderno, y el peor error ante una crisis siempre es el no observarse, cuestionarse y ni modificarse. Para empezar a resolver seriamente este asunto, quien firma este artículo dice, no sin vergüenza: “Yo tengo la culpa”.
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