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27 de Septiembre de 2011
Donde se narra sobre una de las tantas crecidas bravas del Ctalamochita
Las aguas subieron turbias
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Como en todas las ciudades
que tienen un lindo río
en temporada de estío
pasaron calamidades
y para colmo el Tercero
era un río medio bravo
- agua libre al fin y al cabo -
más la domó un ingeniero.
Con los diques lo pialaron
y las aguas se calmaron.

Pero en aquel momento
era otra la situación,
llegaba la inundación
sin hacer tanto espamento.
Si tenía suerte el vecino,
alcanzaba a salvar la ropa
y algún fideo pa’ la sopa
hasta que volviera el tino
y convirtiera en mansita
el agua del Ctalamochita.

No sería la primera vez que el Ctalamochita se desmadraba sin control, pero sí la que dejó en la memoria imágenes irrepetibles.
El verano de 1891 recién comenzaba. Eran las primeras horas del 21 de diciembre, día lunes. Villa Nueva dormía su sueño comarcal y, del otro lado del río, Villa María hacía lo mismo.
De pronto, un hombre de campo, cuya casa se encontraba en una elevación del terreno próxima al río y con una visión privilegiada de la zona circundante, escuchó a lo lejos los ronquidos agoreros de las aguas.
Llegó cabalgando a Villa Nueva y entró al pueblo gritando a toda voz la noticia: "¡Se viene la inundación!" Las campanas de la iglesia comenzaron a batirse con urgencia. Era un estremecedor sonido que en la noche silenciosa se multiplicaba hasta cruzar el río y repetirse en Villa María.

No sería la primera vez que el Ctalamochita se desmadraba sin control, pero sí la que dejó en la memoria imágenes irrepetibles.
El verano de 1891 recién comenzaba. Eran las primeras horas del 21 de diciembre, día lunes. Villa Nueva dormía su sueño comarcal y, del otro lado del río, Villa María hacía lo mismo.
De pronto, un hombre de campo, cuya casa se encontraba en una elevación del terreno próxima al río y con una visión privilegiada de la zona circundante, escuchó a lo lejos los ronquidos agoreros de las aguas.
Llegó cabalgando a Villa Nueva y entró al pueblo gritando a toda voz la noticia: "¡Se viene la inundación!" Las campanas de la iglesia comenzaron a batirse con urgencia. Era un estremecedor sonido que en la noche silenciosa se multiplicaba hasta cruzar el río y repetirse en Villa María.
Los vecinos del templo saltaron de sus lechos y corrieron a enterarse de la noticia. De inmediato, todo el pueblo estaba en pie y entre el desconcierto y el pánico reinante comenzaron los aprestos para salvar vidas y bienes, en ese orden.
El tañido de las campanas villanovenses alertó a algunos vecinos de Villa María y pronto la población se enteró de lo que estaba por acontecer.
En el pueblo fundado por Ocampo la desesperación no cundió como en la tierra villanovense, ya que era sabido que la creciente se desplazaba primero hacia la costa sur del cause fluvial y, proporcionalmente, mientras en Villa María las aguas alcanzaban treinta centímetros, en Villa Nueva llegaban a un metro y medio.
Y fue en esta última localidad, luego devastada por la inundación, donde comenzaron los movimientos de emergencia.
Se estaba acallando el canto de los gallos cuando las aguas entraron a Villa Nueva. Eran las siete de la mañana y la invasión acuosa comenzaba a gestar el dolor comunitario, mientras las campanas del templo redoblaban sus lúgubres sonidos.
El río avanzaba, por distintos frentes sembrando destrucción y muerte.
Un grupo de hombres de Villa Nueva liderados por el intendente, el cura y el jefe político, también avanzaban, en formación ordenada, evacuando las viviendas que encontraban a su paso.
A la hora de iniciada la inundación, el agua sobrepasaba el metro de altura y corría como un líquido tifón por las calles villanovenses.
Entonces se vivieron escenas desgarradoras. Muchos vecinos se negaban a dejar sus viviendas y había que, a la fuerza, desprenderlos de su modesto mobiliario al que se aferraban desesperadamente.
El pueblo comenzó a quedar vacío. A las diez de la mañana nuevos sonidos se agregaron al del bramar de las aguas, al de los gritos desgarrados de quienes eran arrastrados por la inundación y al incesante sonar de las campanas.
Era el ruido de los derrumbes. Los ranchos de adobe cedían en su base y caían estrepitosamente. También las casas de ladrillo se derrumbaban y quedaban bajo las aguas como sepulcrales montañas de escombros.
Cuenta la crónica de esa época que uno de los anónimos héroes dedicados a las tareas de salvataje tuvo que arrojarse al agua desde su caballo y nadar hasta un árbol, del que sólo emergía la copa, para rescatar a una madre que permanecía entre las ramas abrazada al cadáver de su pequeño hijo, muerto de fiebre la noche anterior y al que no quería dejar abandonado al designio de la correntada.
Al promediar la tarde las aguas se aquietaron, su ímpetu había doblegado al terraplén del ferrocarril a Rufino, inaugurado ese mismo año, y el líquido drenaba hacia los campos.

Doblan las campanas

Entre tanto, también Villa María sufría las calamidades de la inundación. Las aguas llegaron hasta la plaza sur, actual San Martín, pero antes arrasaron con Villa Cuenca, el emprendimiento barrial que Pedro Viñas concretara un año antes.
También otros adelantos del progreso sucumbieron ante el paso arrollador de las aguas. Los rieles del tranvía a caballos y los cables del sistema telefónico tendido entre los dos pueblos fueron inutilizados por la creciente. Pero desde Villa María, afectada en menor medida, llegó el gesto solidario hacia la arrasada Villa Nueva.
Las carpas que arribaron desde Río Cuarto a la estación ferroviaria para albergar a los evacuados villanovenses no podían ser trasladadas hasta los improvisados refugios. El puente Vélez Sarsfield, construido hacía una década, se encontraba anegado en sus dos extremos y era imposible atravesarlo.
Fue, entonces, que el italiano Rafael Pellegrini tomó la decisión de tender un puente colgante desde Villa María y construir una balsa para de esa manera cruzar la ayuda que llegaba al pueblo menos afectado.
Así pudieron arribar a destino las carpas para los evacuados y otros enseres.
Pero el gesto altruista de Pellegrini se vio coronado como tal cuando se rehusó a recibir la reposición del dinero que había utilizado en la implementación de estas medidas de emergencia. No lo quiso aceptar, ni por parte de la Cruz Roja ni de la Municipalidad de Villa María.
Había regresado la calma a Villa Nueva. Los vecinos, entre la remoción de escombros, el reencuentro de familiares, la penosa recuperación de pertenencias y el aventamiento de las alimañas que pululaban por el pueblo, se aprestaban a recibir la Nochebuena.
Pero, al despuntar aquel 24 de diciembre, las campanas de la iglesia volvieron a batirse a las cuatro y media de la mañana anunciando otra creciente del río.
Nuevamente el pueblo comenzó el éxodo.
La gente abandonaba Villa Nueva en carros cargados con sus pertenencias, a caballo, caminando con bolsas colgando del hombro. Otros empujaban carretillas donde algún niño se entremezclaba con ropa o alimentos.
En la masiva huida, los caballos y algunos carros caían en pozos que el agua abría en las calles.

A las ocho de la mañana el pueblo estaba casi desierto. Sólo quedaba una veintena de personas, entre las monjas de la escuela de hermanas franciscanas y el personal policial.
El pueblo se iba y el agua llegaba. La gente no quería mirar hacia atrás, pero las explosiones de las casas que se derrumbaban impedían el intento de no detenerse. Todo estaba más vulnerable luego de la inundación del lunes.
A la calamidad del agua indeseada se sumó una tormenta ciclónica que, como preludio de la que no sería una noche buena, se desató sobre la región.
La noche del 24 de diciembre de 1891 no tuvo parangón en lo que a imágenes del espanto se refiere.
El agua corría violentamente por las calles desiertas llevando lo que encontraba a su paso, arrasando con árboles y paredes, destruyendo sembradíos, exterminando animales. Por su parte, el viento huracanado completaba la destrucción.
Hasta las carpas donde se guarecían los evacuados fueron arrancadas de cuajo y expulsadas a la altura por los remolinos de aire.
Recién el día 29 las aguas bajaron y el sol brilló sobre el lúgubre paisaje. Otra vez, lentamente, Villa Nueva comenzó a repoblarse con el regreso de los que habían tenido que buscar refugio en las zonas más altas.
Llevaría mucho tiempo recuperar la cotidianeidad pueblerina. Pero ya nada sería como entonces. No siempre se borran las lágrimas.
Las crecientes del río quedarían como un estigma para la antigua y señorial Villa Nueva. Mientras del otro lado del río, la Villa María beneficiada, entre otras cosas por el favorable desnivel topográfico, aceleraba su rauda marcha hacia el progreso.

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