Algo hay en Villa María
que la distingue y resalta
ni decirlo hace falta
son los vientos a porfía.
Puede que caiga la nieve
como hace algunos años,
o que el sol cause daños.
o se inunde cuando llueve,
pero el enojo de Eolo
argumenta por sí solo.
Los hay de todos colores,
vientos del sur y del norte
con Mandinga y con su corte,
vientos malos y de los peores;
vientos con nubes de tierra,
viento frío que da asco
sopla a ráfaga o chubasco
viento hijo de una perra;
brisa calma o ventarrón,
y hasta, una vez, un ciclón.
12 de noviembre de 1928; día caluroso. El cielo de la tarde se cubre uniformemente de nubes; son nubes cerradas, densas y oscuras. Pareciera que el granizo va a desplomarse sobre la tierra y en el campo los agricultores se apresuran ha marcar cruces de sal para evitar el flagelo.
La atmósfera es irrespirable en Villa María. El aire huele a malos presagios. No obstante, la ciudad está calma y el cine Centenario, en San Martín y Corrientes, ofrece la cotidiana función de las dieciocho.
El techo del cine es de zinc y en mitad de la película se escucha la lluvia golpeando contra las chapas. Son las diecinueve horas y la lluvia se intensifica hasta hacerse ensordecedor el sonido de su golpeteo en la chapa. Ahora diluvia y cae granizo; los espectadores del Centenario presienten que el techo se viene abajo. Pasaron diez, quince minutos y de pronto cesan la lluvia y el granizo.
Hay un segundo, o dos, de silencio que es abruptamente interrumpido por un viento desmedido. La película se corta, no hay luz en la sala, los niños lloran; alguien se tira al suelo buscando refugio bajo las butacas y el resto de la concurrencia lo imita.
De repente, el viento, que viene del sur, amaina su intensidad; pero es sólo un breve lapso. Como si se hubiera replegado para juntar todas sus fuerzas, ahora sopla con violencia inusitada. Ha perdido su sentido direccional y viene de todas partes, desencadenado en cambiantes trombas.
A la gente que está guarecida en el cine le parece que el tiempo se ha detenido. Los llantos estremecen los sentidos y algunos han entrado en estado de pánico. Las paredes del Centenario tiemblan como hojas transidas por el viento.
Nadie sabe lo que ocurre afuera; lo sabrán cuando todo pase y se encuentren con calles espectrales y una ciudad devastada. Automóviles aplastados por árboles y árboles, centenarios algunos, arrancados de cuajo.
Fueron veinte minutos. Ahora, los últimos estertores del viento son silenciados por extraños sonidos; un concierto de materiales que caen en cualquier parte y gemidos de perros se mezcla con los últimos llantos de los niños que están en el cine.
Todo ha pasado. La gente, lentamente, comienza a salir de la parálisis y compungida busca la puerta de salida. Imagina con qué se encontrará.
Villa María está destruida y anochece antes de tiempo. Ha pasado la tormenta que sería la más implacable del Siglo XX. Fue un tornado el que sacudió a la ciudad y la región, aunque pasaría a la historia como el "Ciclón del ‘28".
Hay muertos y heridos; el Hospital Pasteur no da abasto para atender tantas demandas. Los pasillos del nosocomio se han convertido en improvisada sala de auxilios y están atiborrados de camas y pacientes. Cunde la emergencia en la ciudad y la solidaridad comienza a aflorar desde la grandeza humana.
Lágrimas sobre los
escombros
Villa María llora a sus muertos; son diecisiete las vidas que se cobró el tornado y noventa los heridos. Es una tragedia, que hasta los medios periodísticos de Buenos Aires resaltan y que pondrá a prueba el espíritu comunitario de los vecinos.
También hay casas destruidas, galpones destechados y las calles están intransitables. En la zona rural, se ha perdido el ochenta por ciento de las cosechas y es elevada la mortandad de animales. La iglesia de Villa Nueva se ha derrumbado en gran parte y la de Villa María sufrió la voladura de los techos de las dos naves laterales.
Rápidamente el pueblo se organiza y queda conformada la "Comisión pro damnificados por el ciclón", a través de la cual se canalizará la ayuda para reconstruir la ciudad.
Ante la gravedad del episodio viaja a esta ciudad el vicepresidente de la Nación, doctor Enrique Martínez. También acude, con urgencia, el ministro de Gobierno de Córdoba, Amadeo Sabattini. Inmediatamente, el Gobierno nacional envía por ferrocarril siete mil chapas; mientras que el provincial aporta dinero en efectivo. También ofrecen ayuda comerciantes de Rosario y Buenos Aires que operan en Villa María.
Dos mil quinientas personas son asistidas con ropas, camas y alimentos; también reciben ladrillos, chapas, cal, tirantes y hasta clavos. La comisión funciona a la altura de las circunstancias y es presidida por el propio intendente, Ernesto Díaz.
No sólo en Villa María hay que asistir a los damnificados sino que, también, la ayuda debe llegar a las localidades Villa Nueva, Arroyo Cabral, Luca, Ticino, La Palestina, Pasco y Sanabria.
El 20 de noviembre en la Iglesia Catedral se celebró el solemne funeral por las víctimas del ciclón, presidiendo el oficio religioso el antiguo párroco de Villa María, Bernardino Maciel.
Lentamente la ciudad fue recobrando su andar cotidiano y su normal fisonomía. Se fueron reconstruyendo las viviendas y los edificios públicos, limpiando las calles de escombros, retirando tanto árbol caído; mientras era restablecido el servicio de energía eléctrica, como también el telefónico. Los comercios abrieron nuevamente sus puertas y las escuelas reiniciaron el último tramo del ciclo lectivo.
Pero nada volvería a ser como entonces. La ciudad compungida se repuso del dolor y quedó, como un sello indeleble entre su gente, tanto gesto de solidaridad y compromiso comunitario. Como paradoja del destino, la destrucción del tornado afianzó los lazos humanos de los villamarienses.
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