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27 de Septiembre de 2011
De cómo dos gauchos cuchilleros perdieron la vida en una contienda con ribetes de justa medioeval
Un duelo a muerte en las carreras cuadreras
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Hemos visto hasta el momento
un crimen y dos batallas
broncas de distintas layas,
y créanme lo que cuento,
otras riñas dio este suelo
a lo largo de su historia
se me viene a la memoria
una vez que hubo un duelo,
hecho curioso de veras
ocurrido en las cuadreras.

La cosa tuvo ribetes
de contienda medioeval
y terminaron muy mal
los pingos y los jinetes.
Estaban medio borrachos,
era un domingo festivo,
nadie conoció el motivo
que llevó a esos gauchos
de resultas del entrevero
a dejar ahí mismo el cuero

Hace un siglo, el actual bulevar España era el escenario que convocaba a las carreras cuadreras. Entretenimiento de domingo; día en que al menú cotidiano lo constituía el caldo y la mazamorra, reforzado con algún guiso, locro, carbonada o chanfaina. Por supuesto que todo regado con vino abrigado en bordalesas.
Y después del almuerzo, mientras las mujeres fregaban los platos en piletones, los hombres enfilaban con la digestión a cuestas hacia los destinos de diversión elegidos.
Los reñideros de gallos y las peleas de perros eran los más concurridos. Pero cuando se anunciaban carreras cuadreras, masivamente acudían los varones de aquellos días inaugurales del Siglo XX.
Las cuadreras, entonces, se realizaban en la cancha trazada en el actual bulevar España. Tenía dos carriles separados por un terraplén de tierra. Y a los costados de la misma se disponían improvisadas pulperías en las que se despachaba todo tipo de bebidas, empanadas y otras comidas típicas; algunas de las cuales eran atendidas por las pupilas de una casa de tolerancia que estaba en Villa Cuenca, el primer barrio de la Villa.
Era común que los criollos que allí se apersonaban, después de una larga tarde de tragos, apuestas a los caballos y galanteo a las damas terminaran, cuando el alcohol hacía de las suyas, batiéndose a duelo y tiñendo de sangre lo que pretendía ser una jornada de esparcimiento.
De aquellos fragorosos domingos de cuadreras, la memoria colectiva rescata un episodio trágico y espeluznante, comparado tal vez, al juego de la ruleta rusa.
Los protagonistas fueron dos criollos cultores del vino tomado a mano alzada y adeptos a las mujeres de la vida, como se decía entonces.
Uno de los "suicidas" a caballo se llamaba Mártiro Rosales, capataz de estancia y cuchillero de ley. Su contrincante era Dardo Sofanor, un gaucho de entreveros.
La pulpería instalada en un carro a la vera de la cancha trabajaba a pleno.
Los parroquianos eran atraídos por las empanadas criollas que hervían en ollas de tres patas y se servían chorreando grasa de sebo de tripa. El mate acompañaba a las empanadas, como también el vino y la ginebra.
Pero, por sobre todas las cosas, el principal atractivo de la pulpería de campaña eran las mujeres, que de la noche del burdel pasaban a deleitar a los guapos con el contorneo de sus caderas y sonrisas, muchas veces desdentadas, entre el sudor de los caballos y el humo que emanaban las ollas candentes.

La muerte
viene a caballo

Caía la tarde de aquel domingo de 1905 y algo encendió de inquina las miradas de Mártiro y Dardo. Tal vez el alcohol que les despertaba la ira por pleitos irresueltos; tal vez la disputa por alguna de las mozas que despachaban junto al carro pulpero.
Terminaban las últimas competencias improvisadamente programadas. El aire de la primavera se ahogaba en un tufo de odio. Nadie esperaba el desenlace que se avecinaba.
De pronto los dos hombres corrieron hacia sus caballos como embravecidos por palabras entrecruzadas que nadie pudo escuchar. Estaban enloquecidos. Dos nervios cimbreantes eran sus cuerpos que montaron a la primera intención sus respectivos equinos.
Los animales relincharon casi al unísono. Rosales y Sofanor castigaron a sus pingos y se dirigieron, cada uno, a las respectivas cabeceras de la cancha de cuadreras.
Otro hecho de sangre, absurdo e irracional como todo lo absurdo, estaba por acontecer.
Ya los duelistas estaban en su posición, distantes a unos cien metros el uno del otro, cuando el llamado súbito de la muerte dio la señal.
En un brinco espectral los caballos se alzaron sobre sus patas traseras y se lanzaron hacia frenética y terminal carrera.

Fue, entonces, que los sorprendidos observadores se dieron cuenta de que se venía un espectáculo con terrible final. Mártiro Rosales y Dardo Sofanor levantaron sus afilados puñales apuntando al pecho que se acercaba en incontenible marcha.
Las hojas de acero cortaban el viento. Los caballos bufaban como fieras sanguinarias. Un silencio de horror cubrió el entorno.
Y al llegar casi al medio de la pista se produjo el estallido. Las bestias estrellaron sus cráneos al mismo tiempo que los cuchillos se hundían en los corazones de los jinetes.
Un grito de espanto emergió al unísono desde la multitud.
Cuatro muertos, cuatro bestias -dos humanas y dos animales- caían estrepitosamente sobre la polvorienta calle.
Y la sangre entre la tierra corrió como un tétrico epitafio en aquel ocaso dominguero de 1905.

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