Templando bien la memoria
y apoyado en mis bordonas
me apresto con puntos y comas
a remontar nuestra historia.
Sale la crónica inicial
casi como un arrebato
recordando el asesinato
de Joaquín, el concejal.
Estaba jugando a las cartas
cuando se lo llevó la parca.
Es un misterio el sumario
de la muerte de aquel edil,
tal vez fue venganza vil
o un asunto partidario.
No es de ahora que hay sicarios
y gente dispuesta a matar
si hay quien quiera pagar
seguro que encuentra a varios.
Pereira y Domínguez murió,
y así fue como pasó.
A fines del Siglo XIX la mayoría de los vecinos habitaba en ranchos de adobe. En la aldea recostada sobre las aguas del Ctalamochita se levantaban sólo 19 casas distinguidas, construidas con ladrillos y con techos de tejas francesas. Frente a la estación existían tres hoteles que albergaban a los viajeros y cinco billares eran el ámbito donde se dejaba correr el tiempo. Algunos niños acudían a las dos escuelas públicas, una para varones y otra para mujeres, o a la única particular, que recibía alumnos de ambos sexos.
El desarrollo urbano se acelera. Comienza el desmonte más allá de la zona céntrica, la Plaza del Este -actual Independencia- luce tímidas mejoras con aspecto de paseo público, la mansión de Pereira y Domínguez se yergue imponente en la esquina de Paraguay (hoy Mitre) y Corrientes (donde actualmente sesiona el Concejo Deliberante).
Al caer la tarde, en el club Progreso un grupo de vecinos se arremolina para escuchar los dulces acordes del flamante piano que acaba de llegar a la aldea.
Será una de aquellas noches cuando la vida de Joaquín Pereira y Domínguez termine, signada por la tragedia.
Es el jueves 13 de noviembre de 1890; el reloj del club Progreso marca las veintiuna horas y quince minutos. Ha sido un día de fatigosas tareas. Joaquín agita la baraja española para iniciar la última partida de la noche. Como lo hace habitualmente, ha llegado desde su mansión ubicada rieles de por medio, frente al club, para tomarse un recreo y departir con los vecinos. Algunos parroquianos observan el juego acodados en el mostrador. Un silencio espectral, sólo interrumpido por el croar de las ranas y el zumbar de algún insecto que se adviene al estío, envuelve la paz de la aldea. De pronto, se escucha llegar a un jinete que amarra su caballo cerca de la puerta de ingreso al club. Los hombres del mostrador miran hacia afuera y sólo ven una sombra. La sombra ingresa al salón:
- ¿El señor Joaquín Pereira y Domínguez? -pregunta.
- Pues, yo soy, ¿qué desea?- responde con su acento español el nacido en Galicia, sin levantar la vista del naipe que orejea.
Estampida en la noche
Parado bajo el marco de la puerta, el desconocido extrae un revólver de entre sus ropas y sin mediar palabras abre fuego contra su víctima. Nadie atina a reaccionar y Joaquín Pereira y Domínguez, a punto de cumplir cuarenta y tres años, se desploma sobre la mesa. El forastero emprende raudamente la huida y se pierde al galope entre las sombras nocturnas que cubren el villorrio. Ha muerto el hombre que inspiró el definitivo desarrollo urbano y social de la comarca a la que llegó siendo casi un adolescente y en la que hoy ve cegada su vida.
Mucho se dijo sobre las causas del crimen. Una de las versiones es la que indica que fue producto de una venganza. Días antes, una empresa de Rosario, con la que realizaba negocios le había solicitado a Pereira y Domínguez informes comerciales sobre cierto sujeto que pretendía adscribirse como cliente de la firma. Fiel a su proceder frontal y decidido, el español dijo lo que pensaba y el informe fue negativo, pagando con su vida el gesto de sinceridad.
Por otra parte, hacía poco que Pereira y Domínguez había renunciado a su cargo de concejal, decisión en la que lo había acompañado su socio y también edil, Marcelino Arregui. Se vivían días agitados en la política comarcal de aquel tiempo. Uno de los concejales electos, Juan Vázquez, se desempeñaba a su vez como juez de Paz. Pereira y Domínguez se opuso con firmeza a que el nuevo edil desempeñase los dos cargos a la vez y planteó formalmente, dentro del recinto deliberativo, su cuestionamiento a dicha incompatibilidad. El Concejo resolvió aceptar de todas maneras la incorporación de Vázquez, sin que éste dejase el cargo de juez de Paz, y ante esta situación Joaquín Pereira y Domínguez renunció a su banca, lo que produjo una grave crisis política y el consabido revuelo en la sociedad villamariense.
Su viuda, Elisa Cardama, lo sobrevivió hasta el año 1953, cuando falleció a los noventa y tres años. Heredó de su marido una cuantiosa fortuna que supo mantener a través del tiempo. Joaquín Pereira y Domínguez fue, sin dudas, el mayor símbolo del desarrollo villamariense en las horas fundacionales.
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