Escribe: El Peregrino Impertinente
Qué lindo que es viajar en un buen tren. Pocas cosas en la vida son mejores. Mirar el reloj entredormido a las siete de la mañana y darse cuenta que es domingo, es la primera. Presenciar una asamblea de la Liga de la Justicia en la que Flash le dice a Linterna Verde “dejá de hablar huevadas querés”, es la segunda. Otras cosillas que acá no se pueden traer a cuento son la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta, etcétera. Y después pare de contar.
Qué lindo que es viajar en un buen tren decía, y por suerte en Argentina nos podemos seguir dando ese lujo.
El rango de posibilidades no es muy amplio, si lo comparamos con los países desarrollados. Pero es lo que hay, y da para disfrutar. En materia turística, existen varios bien preparados y confortables: El Tren de las Nubes, y las maravillas del norte salteño, el Tren de las Sierras, escolta de las bellezas de Córdoba, el Tren del Fin del Mundo, ventana hacia los tesoros de Tierra del Fuego, y el Tren Quelauquen, muy bonaerense él.
Hasta ahí una muestra de lo mejorcito, lista que en todo caso podría completarse con el Tren de la Costa de Buenos Aires y el tren que une la localidad entrerriana de Villa Elisa con el Palacio San José, entre otros.
Experiencias generosas todas ellas a la hora de regalar postales y vistas privilegiadas de lugares de interés, con lo agradable de sentir el vagón marchando manso, mimados por una cómoda butaca.
Distinto es utilizar el convencional sistema ferroviario de pasajeros, y tener que comerse las horas en esos convoys que se mueven más que una carroza del carnaval de Río de Janeiro, que alcanzan la misma velocidad que estas, con horarios igual de insólitos, pero con ninguna -ni una sola siquiera- negra infartante moviendo las caderas para regocijo de la concurrencia.
Por suerte, todavía están los otros. En vista a la coyuntura, habrá que aprovecharlos.
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