Una mujer ha muerto el pasado jueves, víctima de la violencia machista. Claudia Rodríguez se disponía a buscar al colegio a su hijo menor justo al lado de su trabajo en la Municipalidad de Villa María cuando vio a su ex pareja esperándola en el auto.
Nunca llegó a buscar a su hijo. Su antiguo compañero le asestó varios mazazos hasta matarla en ese lugar. Ella intentó escapar, pero no pudo, la había tirado y se hartó de darle golpes, y hasta que no dio el último suspiro, él no se retiró de su lado.
Los servicios de emergencia acudieron de inmediato, pero no pudieron salvar su vida. El agresor actuó con premeditación y alevosía porque había seguido a su ex pareja y ya le había anunciado hacía una semana que iba a matarla. Aunque después se entregó.
Esto parece un relato de una noticia de Crónica, o de la revista “Esto”, o de una novela de terror, pero es la realidad que tuvimos que pasar y vivir las personas que presenciaron o, de alguna manera, estuvimos ligadas al hecho. Y hasta parece cotidiano y normal que estos sucesos se repitan casi a diario con diferentes matices en todo el país.
Después aparecen quienes justifican estos sucesos juzgando a la víctima con el famoso “algo habrá hecho” (¿para merecer esto?). Me recuerda la desaparición de 30 mil seres humanos a cargo de la dictadura militar (¿algo habrán hecho?).
Luego concurrí a la Policía con mi compañera para que le tomaran declaración (ya que fue uno de los pocos testigos que presenciaron el crimen de Claudia), y puedo relatar los momentos vividos durante las casi cuatro horas que pasamos dentro de esa dependencia donde muchos de los que habitan en ese lugar se preocupaban de que alguien le trajera ropa limpia al ASESINO, ya que estaba allí, detenido, con su ropa manchada de sangre. O también, por ejemplo, a un funcionario policial que se vanagloriaba frente a un notero de una radio local de haberle dado la primicia del crimen, y escuchar a otros tantos repetir hasta el hartazgo que no existía constancia de denuncia alguna por parte de la víctima contra su victimario. También pasé por la circunstancia de ver entrar al padre de Claudia a la Comisaría y comentar a los presentes que sí había denuncia por violencia y hasta una amenaza de muerte de no hace más de una semana atrás.
Y todo lo que vino después: el morbo de muchos, que dicen haber visto qué pasó y que relataban con lujo de detalles el estado en que quedó el cuerpo de Claudia después del crimen. Otros, que imaginan que Claudia se merecía tal final porque supuestamente engañaba a su ex pareja y van… ¡¡¡Suma y sigue!!!
Un día después, el pasado viernes, una marcha de repudio en la plaza Centenario para que no haya más Claudia y ¡¡¡oh, sorpresa!!! Cuando esperaba ver una ciudad entera o, al menos, algunos más de los 250 personas que allí estuvimos, fue sólo eso: 250 personas y algunos que observaban desde las veredas de enfrente este paisaje, de gente, caminando por la plaza y seguramente muchos se preguntarían por qué está toda esa gente allí. ¿Qué pasó?
Ahora bien, algo no me causó sorpresa: la poca presencia de hombres en la marcha (no habremos sido más de 50 ó 60). Sí, celebro la alta presencia de jóvenes de ambos sexos.
Paso a reflexionar: habitualmente se justifica y se trata de dar explicación a este tipo de violencia atendiendo a:
- características personales del agresor (trastorno mental, adicciones);
- características de la víctima (masoquismo o la propia naturaleza de la mujer, que “lo busca, lo provoca, es manipuladora…”);
- circunstancias externas (estrés laboral, problemas económicos);
- los celos (“crimen pasional”);
- la incapacidad del agresor para controlar sus impulsos;
- además, existe la creencia generalizada de que estas víctimas y sus agresores son parejas mal avenidas (“siempre estaban peleando y discutiendo”), de bajo nivel sociocultural y económico, inmigrantes… es decir, diferentes a “nosotros”, por lo que “estamos a salvo”.
Aquellos que son violentos, alcohólicos y maltratan a sus mujeres no tienen, en su gran mayoría, problemas o peleas con otros hombres, con su jefe o su casero; son personas “de bien”, para el afuera. En su hogar están “estresados”. Cabe aclarar que el estrés laboral o de cualquier tipo afecta realmente a mucha gente, hombres y mujeres, y no todos se vuelven violentos con su pareja y su familia.
En el fondo, estas justificaciones buscan reducir la responsabilidad y la culpa del agresor, además del compromiso que debería asumir toda la sociedad para prevenir y luchar contra este problema.
Todo ello trae aparejado graves consecuencia psicológicas para la mujer maltratada que progresivamente se va adaptando a la situación agresiva caracterizada por el incremento de la habilidad de la persona para afrontar los estímulos adversos y minimizar el dolor, además de presentar distorsiones cognitivas, como la minimización, negación o disociación (por el cambio en la forma de verse a sí mismas, a los demás y al mundo). También pueden desarrollar los síntomas del trastorno de estrés postraumático: sentimientos depresivos, de rabia, baja autoestima, culpa y rencor, y suelen presentar problemas somáticos, disfunciones sexuales, conductas adictivas y dificultades en sus relaciones personales. Estas mujeres tienen dificultades para dormir con pesadillas en las que reviven lo pasado, están continuamente alerta, hipervigilantes, irritables y con problemas de concentración. Están confusas y desorientadas, llegando a renunciar a su propia identidad y atribuyendo al agresor aspectos positivos que la ayudan a negar la realidad.
Se encuentran agotadas por la falta de sentido que el agresor impone en su vida, sin poder comprender lo que sucede, solas y aisladas de su entorno familiar y social y en constante tensión ante cualquier respuesta agresiva de su pareja. Las mujeres pasan un choque inicial en el que se sienten heridas, estafadas y avergonzadas, además de encontrarse apáticas, cansadas y sin interés por nada.
En estas ocasiones es necesaria una intervención previa, que la mujer pase por un período de reflexión y quizá varios intentos de salir de esa relación violenta, con ayuda terapéutica o sin ella, hasta que tome la decisión definitiva. A partir de entonces, el apoyo psicológico y familiar será lo más importante.
El principal camino para acabar con la violencia de género es la prevención. Esto incluye, por supuesto, un cambio global en la forma de ver las relaciones entre mujeres y hombres, un cuestionamiento de los roles sociales y estereotipos, del lenguaje, etcétera. Estos cambios deben partir de las personas adultas con el objetivo de que se transmitan eficazmente a niños y niñas.
En primer lugar, detectar manipulaciones, desconfiar de promesas que no tienen sentido en un momento de la relación, tener claro que decir que “no” a algo no es negociable, alejarse cuando esa persona que se te acerca tratando de hacerte ver que tienes mucho en común o que le debes algo. Además, valora tus propias ideas respecto al amor y la pareja, el papel de la mujer en la misma, a qué se debe renunciar por amor, etcétera. Y, ante todo, conocerte a ti misma y teniendo claros tus valores.
Si los valores de la otra persona entran en conflicto con los tuyos, debes saber reconocerlo y no aceptar en ningún caso renunciar a aquello que es importante para ti.
“No hay que minimizar ningún riesgo”: cuando hay una amenaza, existen graves riesgos de que se lleve a cabo.
Daniel Massara
DNI 10905074
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