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El Peregrino Impertinente
Helsinki es la capital de Finlandia. Muchos aseguran que es una ciudad adorable. Que quieren que les diga, a mi el sólo nombre me sabe a marca de insecticida. O a apellido de moroso: “Mirá, ahí va el gordo Helsinki. Pedazo de desgraciado, todavía me debe la guita del acelerador de protones que le vendí el año pasado”, le dice un tipo vestido con guardapolvo blanco al colega, en el balcón del laboratorio.
Quienes han estado en aquella metrópoli europea, aseguran que la visita vale la pena. Destacan el ambiente nostálgico del casco céntrico, con sus edificios señoriales marcando impronta, las calles sumisas pero con carácter, las visuales que enfrentan al viajero con una realidad distinta. Entre los puntos más sobresalientes, señalan la Catedral, la Plaza del Senado, el Ayuntamiento y todas aquellas obras que convierten a la mayor urbe de Finlandia en un referente de la arquitectura modernista a nivel mundial.
Todo lo que quieran, pero en mi lista tengo muchos otros destinos por conocer antes que este. De sólo imaginarme el frío que debe pasar esa pobre gente, me dan ganas de viajar a Somalia. Y es que lo implacable del clima resulta toda una barrera para el arribo de turistas. Claro que los locales, acostumbrados a lidiar con temperaturas que sólo ellos y los búfalos siberianos pueden soportar, no alcanzan a comprender el quid de la cuestión.
Una vez, el alcalde de Helsinki me comentó desconsolado que ya no sabía qué hacer para que los turistas visiten las playas de la ciudad en enero. Que no entendía por qué no llegaban con sus sombrillas y reposeras, después de tanta campaña publicitaria. “Pero claro que no van a venir”, lo interrumpí yo. “¿No ve que hace 30 grados bajo cero, nieva como si fuera la última vez y hay más de cuatro docenas de viejas congeladas en los bancos de la plaza?”
El hombre me miró fijo, e incrédulo respondió: “Con ese pesimismo nunca vas a llegar a la política vos eh.”
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