Escribe: Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Para los inquietos que buscan caminos por andar, Córdoba siempre trae buenas noticias. Las sierras coquetean con lo suyo, ofreciendo circuitos de lo más diversos. En la zona de Calamuchita destaca aquel que finaliza en la cúspide del Champaquí, acaso la más popular de las travesías mediterráneas. Sin embargo, otras propuestas merodean en los alrededores. Aunque menos conocidas que la que desemboca en la mayor cumbre de la provincia, tienen buen material para regalar.
Una de ellas es la que conecta La Cumbrecita con Villa Alpina. Aldea esta última que sirve como base de operaciones de quienes se lanzan a descubrir el Champaquí. Pero que en este capítulo serrano, le tocará hacer de punto culminante. Sus bondades son recompensa de sobra para quien en la aventura de montaña procura naturaleza y bienestar.
Marcha a cielo abierto
Como ya se ha dicho, el recorrido comienza en La Cumbrecita. La localidad de impronta suizo-alemana ayuda a hinchar los pulmones de Calamuchita, con tantas postales que arrojan los alrededores. Pinares multiplicándose en laderas radiantes de sol. Y la frase alcanza y sobra para hacer el resto en la mente del viajero. Pintura familiar, pero que nunca deja de sorprender.
Tras deleitarnos con la oferta, se diría que es hora de partir. Pues no. Antes de ello hay que aprovechar la magia que el único pueblo peatonal de la Argentina entrega a borbotones. Un universo de casitas de estilo centroeuropeo, bosques, arroyos, cascadas y vistas de montaña. Sueño que los pioneros tallaron hasta convertir en realidad, haciendo de él un punto privilegiado del mapa cordobés. Hace falta mucha fuerza de voluntad para abandonar el momento.
Con rumbo sur, la huella discurre sin demasiadas especificaciones. Hay que hacer uso entonces de los indicios que arroja la montaña y dirigirse en línea recta hacia aquel oasis de pinos que se divisa a lo lejos. La marcha comienza.
Lo primero es una bajada, encuentro con piedras y después a subir de nuevo. Así será hasta atrapar la posta del verde. Subida, bajada, subida, bajada. Y en ese dictado, la satisfacción de saberse en el medio de la nada. Cielo despejadísimo e inmenso, todo para uno. Sol que ilumina la buena senda. Faldas pobladas de tabaquillos y otros árboles, frondosa visión. Nada más hace falta.
Entre éstas y otras cavilaciones, el caminante va haciendo su ruta. Tras encontrarse con el Cerro Negro (2.600 metros) a la derecha y atravesar el río arenoso (seco durante gran parte del año) el arribo parece inminente. Un último esfuerzo para llegar a lo alto, y a la sombra de un pino (uno de aquellos, los que parecían imposibles de alcanzar), disfrutar de un merecido descanso. Han sido casi tres horas de recorrido. El ambiente huele a desenlace.
La llegada
Luego de tomar aire y recuperar energía (siempre admirando los alrededores, claro), los signos de civilización brotan convertidos en casaquintas. Parques generosos en tamaño dan pie a un nuevo sendero, que discurre en subida, protegido por las copas de los árboles. Ahora sí, la espesura se adueña del terreno.
Y ahí está Villa Alpina. Comarca encantadora, de 50 y pocos habitantes, que ven pasar la vida al ritmo del paisaje imperante. El protagonismo se lo roban los cerros, de cuyas laderas bajan torrentes de pinares, de colores furiosos en esta época del año.
El paso del río Los Reartes, con el vado, el puente colgante y las piedras perfeccionando su belleza, hacen saber que hasta aquí hemos llegado. Final feliz, como todo aquel que involucra al hombre con la intimidad de su tierra.
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