Escribe: El Peregrino Impertinente
Siempre lo mismo: el familiar, amigo, novio, novia se va de viaje y, a la vuelta, ¿qué te trae de regalo? Sí, una remera horrible del lugar donde estuvo. Un acto reflejo del turista y su andar con valija. Espécimen que, casi por instinto, se sumerge en las ciénagas del “notienegolletismo” y entra en la tienda de souvenires para decir: “Déme dos”.
A cambio, se lleva esas prendas que el sólo verlas provoca gastroenteritis. Tela que no quiere ni el perro para su cucha, diseños realizados por alguien cuyo apetito por la vida es similar al de un bicho cascarudo, mal gusto desde el cuello hasta la última costura.
Una cosa espantosa. Viene la chica y le entrega a su enamorado una remera que dice: “Estuve en San Carlos Minas y me acordé de vos”. Pues vaya forma de acordarse de uno. Con lo fácil que resulta comprar una caja de alfajores. Pero no, la regla indica que hay que traer remeras, preferiblemente de colores chillones y dibujos en nada tocantes a lo bello. Mientras más feas, grotescas y desagradables sean, mucho mejor.
Y mirá que lo hacen con buena fe, eh...
Uno a veces se piensa que el gesto trae escondida alguna carga de desprecio, de cinismo. Nada más lejos de la realidad. Lo que pasa es que cuando se trata de remeras turísticas, el visitante deja de ser dueño de sí. Todo el criterio y sentido común que en él habitan, huyen al exilio para que en su lugar gobiernen la imprudencia y el desatino. El resultado es nefasto. Que lo diga el obsequiado, si no.
La madre llega de vacacionar en la playa y le regala al hijo una remera de “Recuerdo de Santa Clara del Mar”. Antes que eso, el chico hubiera preferido un caracol con la cara de Rodríguez Saá. O napalm, lo que encuentre primero.
Sociedad de consumo, hermanos míos. Acostúmbrense.
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