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Las imágenes desde distintos miradores atrapan a los visitantes |
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Escribe:
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
De lo mejor del país. Una reliquia emplazada al sur. Maravilla hecha paisaje. Los piropos sobran y hasta empalagan. Pero hay que decirlos, fuerte y claro, para que no queden dudas. El Parque Nacional Los Alerces es cosa seria.
En sus 263 mil hectáreas, no cabe más que naturaleza pura: montañas, lagos y ríos cristalinos, bosques frondosos, el milagro de la creación. Cada uno de los rincones que protege, ofrece visuales que se pegan a uno. Radiantes las llevamos, para no olvidarlas jamás.
Ubicado al noroeste de la provincia de Chubut, el Parque fue fundado en el año 1937. El objetivo elemental de su creación fue proteger el alerce o lahuán, un enorme árbol patagónico que crece al sur de Argentina y Chile. El caminar por este espacio protegido da señales de ello a cada momento. Los alerces explotan de verde y madera en las sierras, en el bosque, junto a los lagos, en cada camino y postal. La manifestación logra brindar el decorado perfecto para todo lo demás. Eso, lo demás, es mucho. Basta con decir que son nueve los lagos que hinchan el escenario. Poniéndole coto a nuestra voracidad, reduciremos el prisma a los alrededores de los tres más populares: el Futalaufquen, el Verde y el Menéndez, bellezas que se suceden una junto a la otra, haciendo al delirio del visitante.
Para abordar el conjunto, conviene dirigirse a la ciudad de Esquel, y desde allí hacer el trayecto de 35 kilómetros con rumbo cordillera. La primera parada es Villa Futalaufquen, centro de servicios donde la gran mayoría de los viajeros comienzan sus periplos por el parque.
Allí junto, aparece el lago Futalaufquen. Un gigantesco espejo de agua vestido de cerros, que encuadran la mirada y la llena de paz. Los picos van templados. De estatura menor (para los parámetros patagónicos, claro) forman una cadena montañosa de suavidad continua y rostro árido. Imposible quedar ajeno a lo bucólico del asunto, el cielo amplio del sur, la claridad de los horizontes y la naturaleza.
Para mejorar la experiencia, bien se adecua una caminata por el bosque lindero, hasta desembocar en Puerto Limonao. El pequeño muelle convida a contemplar los alrededores en nueva cuenta. Acompaña el Cerro Alto El Dedal, a las espaldas.
El favorito
Continuando por la carretera principal del parque, arribamos al Lago Verde. Acaso la más bella joya del lugar, fascina a este y a aquel. Pequeño en comparación con sus vecinos, las aguas que lo hacen ser también le dan nombre. Un verde divino lo baña de elogios, convirtiéndolo en favorito. Colinas a tono, ahora sí, empinadas y furiosas en vegetación, dejan en claro que si algo no manda en Los Alerces, es la monotonía.
Desde este punto, nacen una buena cantidad de senderos que terminan de conquistar al foráneo. Para caer rendido, alcanza con llegar hasta el puente colgante conocido como Pasarela. Allí el que brilla es el Río Arrayanes. Un caudal de celeste cristalino que va combinando en cada tramo con la vegetación de la zona. El paisaje es todo Patagonia.
Entonces, algunos caminos cooperan para sumergirnos en la esencia del sitio. Tras 20 minutos de andar, aparece el Lago Menéndez. Su cabecera es Puerto Chucao, desde donde salen los catamaranes que recorren el lago y llevan al Alerzal Milenario, un área de extrema conservación. Pero esta vez nos conformaremos con los especímenes que brotan por el camino de regreso a la pasarela. Gigantescos alerces de tres mil años de vida, que llegan a medir 75 metros de altura y 4 de diámetro.
Después, la caminata al mirador de Lago Verde trae el mejor de los regalos: una pintura que incluye al Lago Menéndez, el Verde y el Rivadavia, conjuntamente con el río homónimo. La certeza de que el sur argentino no tiene parangón.
Lo mucho que vimos, se hace poco al racionalizar lo que queda por ver del parque. No quedan dudas: habrá revancha.
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