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Una vista de uno de los típicos atardeceres que ofrenda Monte Hermoso a la vida |
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Escribe: Laura Tuyaret
Especial para EL DIARIO
“¡A los pirulines!”, se escucha bien a lo lejos. Es un cantito que de a poco va aumentando su volumen. “¡Hay churros…!”, parece que respondiera otro del lado opuesto de la playa. Tras una leve pausa, continúa: “¡….calentitos!... ¡Heladossss!”. Ese no estudió ni leyó nunca nada de marketing, pero sabe más que cualquiera cómo acaparar la atención. Más de uno se pregunta: “¿Helados calentitos?”
“Dale, prepará la plata. Media docena de churros sale 12 pesos”, pide ése cuya siesta se ha visto alegremente interrumpida por ese canto angelical que parece venir del más allá. “¡Palito, bombón, helado!”, “¡Pastelitos!”, entonan otros. Una especie de diálogo virtual. Un coro improvisado. Unos toman, otros dejan. Pero ninguno renuncia a disfrutar de la playa.
Son postales que se dan en Monte Hermoso. Un rincón privilegiado del sur de la provincia de Buenos Aires, a pocos kilómetros de la ciudad de Bahía Blanca. Sus playas son famosas por varias razones. Porque sus aguas tienen una temperatura mucho más cálida, porque no tienen corrientes peligrosas, ni aguas contaminadas, ni declives pronunciados. Pero, por sobre todo, porque tiene los mejores atardeceres de las costas argentinas.
Es que la playa de “Monte” es la única en donde el sol sale y se pone en el mar. Esto permite a sus visitantes quedarse disfrutando del lugar hasta casi entrada la noche. Además, la temperatura promedio de las aguas de sus costas es casi seis grados más alta que la de cualquier otra playa bonaerense.
Clásicos en “Monte”
Bien temprano por la mañana, los pescadores se disponen en la costa para vender sus mejores presas. Pejerrey, corvina y gatuzo son los especímenes más requeridos. Todos recién saliditos del mar.
Ya pasado el mediodía empiezan a llegar los bañistas a la playa. Las sombrillas y carpitas, bien colocadas en contra del sol y del viento, se transforman en refugios para los más siesteros. Otros dejan que el sol les pegue, sentados en la reposera y en compañía de un buen libro.
De pronto, un tramo del mar de la costa queda totalmente desolado. Nadie se anima a meterse al agua. Justo en esa zona, se rumorea, a una chica le “picó un agua viva”. Sin embargo, no pasa mucho tiempo hasta que los primeros audaces deciden romper cualquier mito, se meten de lleno en el mar y casi desaparecen en el horizonte. El efecto contagio en el resto de la gente es casi instantáneo. Es imposible resistirse a las dulces olas de Monte Hermoso, potentes pero arrulladoras.
Cuando llega la tarde y el calor ya no es el dueño de las decisiones, los visitantes de estas playas pueden elegir entre saludables alternativas. Por ejemplo: una escapada al Faro Recalada para, desde sus 67 metros de altura, tener la mejor vista panorámica de la ciudad. Atravesar los inmensos médanos blancos, de arena fina y clara. Una excursión fugaz a las “roquitas”, esos “lentes” de sedimentos arcillosos que se forman en la costa. O para quienes les gusta caminar un poco más, un viajecito a pie hasta “La Boca” o desembocadura, el lugar en donde las aguas del río Sauce Grande convergen con las de océano Atlántico.
La despedida
El día ya casi llega a su fin. Es en ese momento cuando el sol, testigo silencioso durante todo el día, hace notar su presencia. Se marca su contorno, se intensifica su color. Se vuelve bello.
Las largas caminatas al espigón llenas de charlas sobre nada, un paseo por la nueva rambla de madera o el clásico heladito en la peatonal son las excusas de todos los atardeceres en Monte Hermoso. Y el sol está ahí, sobre el horizonte, de frente a la costa. Redondo, inmenso y anaranjado. Preparado para esconderse.
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