Continuamos con nuestras “Lecturas de verano” de este año. En esta oportunidad la narrativa de manos de un joven escritor. Su nombre, Marco César Gaitán, un operario de una reconocida industria láctea establecida en James Craik. Aunque nació en Villa María, el 8 de mayo de 1978, siempre vivió y vive en la vecina localidad de Villa Nueva. En 1996 co-editó la revista “Creatividad Cero”, de la que salió a la calle solamente un número. “Suerte y destino” es su primer libro de cuentos de reciente publicación. Una serie de disímiles relatos que se ordenan bajo alguna de estas dos posibilidades, muchas veces, no seleccionables. Dice la contratapa del libro “Suerte o destino, esa es la cuestión. Cualquier suceso en la vida puede ser definido como alguna de éstas dos opciones, pero es cuando suceden eventos trágicos o la supervivencia milagrosa a un accidente cuando esta cuestión entra en su máximo fulgor.
En este libro encontrarán una serie de cuentos, en donde los personajes se verán involucrados en situaciones ambiguas y complejas, quedando a criterio del lector definir si ha participado la suerte o el destino.”
De esa publicación, hemos seleccionado uno de los relatos en el que la realidad se mezcla con la fantasía al punto de llegar a lo increíble. Pero no nos adelantaremos, lo dejamos a usted lector, que descubra esta invasión de manos de Marco Gaitán.
Darío Falconi
Fotografía de Anibal Galdeano
Ilustración de Fernando Ormeño
eldiariocultura@gmail.com
LA INVASION
Marco Gaitán
Estoy muriendo. La infección ya se ha adueñado de mi cuerpo. Sé que me quedan pocos minutos de vida, pero en estas pocas líneas trataré de narrarles lo que sucedió en la invasión.
Desde hace mucho tiempo somos la raza dominante del planeta. El mismo se encuentra en la tercera órbita desde la estrella más cercana y cuenta con un hermoso satélite. Sus condiciones climáticas han permitido que proliferara una gran diversidad de seres vivos, tanto de origen vegetal como animal. Y nosotros hemos sabido utilizar los recursos naturales para poder desarrollarnos, sin destruir el medio ambiente.
Eramos una sociedad pacífica que vivía en armonía. Pero un día comenzó el fin. Desde el gran cielo celeste se aproximaban dos bolas de fuego. Al principio pensamos que se trataba de dos grandes asteroides, pero no. Eran dos grandes naves alienígenas. Y antes que pudiésemos reponernos de la conmoción de saber que no nos encontrábamos solos en el Universo, emprendieron la destrucción de nuestras ciudades. Pero no nos quedamos de brazos cruzados, le dimos batalla. Y así, de la nada, se dio inicio a una guerra que duraría cinco largos años. Una guerra por nuestra supervivencia.
En el tiempo que duró la lucha, pudimos conocer a estos seres desalmados. Físicamente eran similares a nosotros, pero tan diferentes. Aprendimos su dialecto y sus costumbres. Eran criaturas que viajaban de planeta en planeta, hasta descubrir uno con las condiciones que le permitieran vivir. Si hallaban vida inteligente la exterminaban y comenzaban la explotación de los recursos naturales. Una vez que los agotaban, seleccionaban a los más capaces y emprendían un nuevo viaje de búsqueda.
La exterminación era completa. Cuando lograban apoderarse de una ciudad, unas máquinas a las que llamábamos desintegradores, se encargaban de que ningún rastro de nuestra civilización lograra subsistir. No tomaban esclavos, eliminaban a todos, incluso a los pequeños niños.
Ni siquiera criaban a sus hijos. Simplemente colocaban a un macho y a una hembra en una especie de cápsula de crecimiento. Esta los alimentaba y los protegía. Y hasta los educaba. Una pantalla conectada a una caja de almacenamiento de información, era la encargada de enseñarles sobre su cultura. No teníamos posibilidad de detenerlos. Pero cuando sólo quedaban en pie pocas ciudades, la codicia, uno de los tantos defectos con los que contaban, se hizo presente.
Se comenzaron a atacar entre sí las dos naves, seguramente por cuestiones de poder. Si se destruían entre sí por más poder, qué clemencia podían mostrar hacia nosotros. Hasta que finalmente, una se hundió en el océano. Esta situación nos permitió conocer las debilidades de sus naves e iniciar la confección de un plan que los destruyera. El tiempo se agotaba. Mi ciudad era la única que aún no había sido destruida. De millones que éramos, sólo quedábamos con vida unos pocos miles. Pero aún presentábamos lucha, aunque todo parecía perdido, hasta que uno de nuestros intelectuales logró desarrollar una especie de bomba. Era nuestra última esperanza, pero si funcionaba, lograríamos la destrucción total de estos seres.
Es que, aunque no lo pudiéramos creer, toda su civilización se encontraba dentro de la nave. Todavía no habían establecido ciudades sobre la superficie terrestre. Tal vez nunca lo harían. Solamente tomarían los recursos naturales para ingresarlos en la nave.
Se procedió a dar inicio al plan. Algunos de los hombres más valientes se ofrecieron para llevarlo a cabo, pese a saber que perderían su vida. Resultó. Desde nuestro refugio pudimos ver cómo la nave volaba en millones de pedazos, que se perdían en la superficie del otro gran océano. Pero también vimos cómo eran expulsadas miles de cápsulas de crecimiento, tal vez como última expectativa de supervivencia. No lo permitiríamos. La mayoría cayeron al agua, pero las demás las destruimos, para no dejar rastros de esa cultura.
Celebramos nuestra victoria, pero no por mucho tiempo. Eramos conscientes de los costos de la invasión. Sin embargo, no era tiempo para lamentos, era tiempo para la reconstrucción de nuestra civilización. Y nos pusimos a trabajar, sin sospechar que aún no había terminado el tormento.
A unos meses de nuestra victoria, dos niños habían desaparecido. La búsqueda fue intensa y un grupo los encontró. Aunque demasiado tarde. Uno de los niños ya había muerto. El otro, transpirado y tosiendo sin cesar, alcanzó a mencionar que habían encontrado una cápsula de crecimiento, pero falleció antes de revelar su posición.
Cuando el grupo arribó a la ciudad con los pequeños cuerpitos, algunos miembros presentaban los mismos síntomas que habían aquejado a los niños. No demoramos un instante en comprender que estaban afectados con una enfermedad contagiosa. De inmediato los pusimos en cuarentena, pero fue inútil, se propagó a velocidades insospechables. En sólo horas los niños y ancianos sucumbían ante el poder de esta infección. Y todos nuestros intentos por salvarlos eran inútiles.
Concluimos que se trataba de un virus extraterrestre. Y comprendimos la razón por la cual todos los malvados se encontraban dentro de la nave. Conocían el poder de los microorganismos y temían que nuestra raza fuera portadora de un virus que los exterminara.
Los pocos que no presentábamos síntomas huimos de la ciudad, pero de a uno fuimos sucumbiendo, hasta encontrarme solo. El último de mi especie, que ya comenzaba a presentar los síntomas. Ya no quedan esperanzas. Cuando vi a lo lejos lo que parecía una cápsula de crecimiento.
Efectivamente se trataba de una de estas cabinas, la que originó el ataque final a mi civilización. La abrí con odio y allí estaban, dos crías de los invasores. Un machito y una hembrita en sus respectivas cunas, en las que figuraban sus nombres. Los traduje, y aunque jamás los había escuchado, me parecieron bonitos. A un costado el alimentador, y al frente la pantalla que se encargaba de educarlos.
Tomé mi cuchillo para aniquilarlos, pero no pude hacerlo. Se reían, tal vez de mi apariencia y quise reír también, pero la tos no me dejó hacerlo. No podía creer que estos seres tan hermosos se convirtieran en algo tan desalmado. Pero quizá no nacían malvados, sino que las enseñanzas de sus ascendientes los convertían en esa criatura tan horrible.
Destruí la pantalla y la caja de almacenamiento de información. Y los observé. Tan parecidos pero tan distintos. Como si perteneciéramos a una misma especie, pero diferentes razas. Sus pequeñas cabezas que no eran peladas, sino que presentaban pelaje en su parte superior. Los ojos pequeños, muy pequeños, que no eran negros, sino blancos con una bola de color que se movía en todas direcciones. Las fosas nasales que sobresalían de su rostro y su enorme boca, que dejaba ver dientes, al igual que los animales carnívoros.
También presentaban cuatro extremidades y me pareció gracioso que cada una terminara en cinco dedos y no en tres. Cerré la puerta de la cápsula. Decidí dejarlos con vida. Decidí darle la oportunidad a estos dos pequeños alienígenas, llamados Adán y Eva, de repoblar el planeta con seres inteligentes. Y ruego no haberme equivocado.
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