Escribe: El Peregrino Impertinente
La semana pasada se hundió un crucero hasta el moño de turistas en las costas de la isla de Giglio, Italia. Once pasajeros murieron y otros 23 continúan desaparecidos. La noticia salió en la tapa de todos los periódicos del mundo, por lo que de seguro usted ya lo sabía. Ahora mismo estará leyendo y diciendo “yo ya lo sabía”, mientras su familia se queda consternada al verlo hablar con el diario. Es de locos. La gente se subió a un crucero, una de las cosas más relajantes que existen en esta bendita tierra, pensando encontrar retiro y distracción. Y en vez de eso terminaron charlando con la parca. El destino quiso que la inmensa mayoría de los 4.200 pasajeros se salvara. Pero a esa altura, la catástrofe ya estaba consumada. La crónica de lo acontecido respalda la tesis a la que adhieren los pensadores más iluminados de nuestro tiempo: la pelotudez humana no tiene límites. Parece que toda la culpa del suceso fue del capitán del barco, Francesco Schettino, aunque varios investigadores sostienen que su verdadero nombre sería Garfio o Piluso. Se sabe que el barco embarrancó por acercarse demasiado a la costa. Según algunas hipótesis, y esto fuera de toda broma, el tipo habría querido pasar bien cerquita de la isla para obsequiar con la maniobra a su jefe, que allí se encontraba. O sea, no sólo un imprudente y un idiota, sino también un alcahuete. Encima, Schettino se habría ido del barco apenas comprendió lo que se venía, dejando a los turistas a su suerte.
Amén de los tristes acontecimientos, sigo creyendo que los cruceros son una opción altamente recomendable a la hora de combinar vacaciones con descanso. Eso si, cuando vaya a contratar algún servicio, pida que de capitán lo pongan a Nemo.
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