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El Peregrino impertinente
París tiene la Torre Eiffel. Río de Janeiro, el Cristo Redentor. Nueva York, la estatua de la Libertad. Y Villa Carlos Paz, el reloj Cucú. Inaugurado en 1958, el artefacto es un verdadero emblema de la ciudad serrana. Basta con ver la cantidad de turistas que se agolpan a su alrededor. La mayoría de ellos vienen de rincones de la Patria como Pompesha, Visha Crespo o Cabashito. Se da cuenta uno por el acento y por el hecho de que al menor descuido, ya están explicando cosas, como los recorridos de las diferentes líneas de colectivos. Así, el auditorio se entera que el 29 va de La Boca a Olivos pasando por avenida Santa Fe.
Llamativo resulta que tanta gente se sienta atraída por ese adorno. Al fin y al cabo es un reloj, y no de los más bonitos que el hombre haya construido, por cierto. Una caja que a las y media y a las en punto hace “gong”, obligando a un cascoteado pajarito de madera a salir a saludar. “Si me hubiera hecho Geppeto, sabés cómo me tomo el palo de acá, no” -piensa el bicho- podrido de los flashes y de adultos diciendo “mirá el ave, Cacho, mirá”.
Pero para desgracia del canario, no fue su creador carpintero de Disney, sino un ingeniero común y corriente: el local Juan Carlos Plok. Junto a él trabajaron Jüergen Naumman y Carlos Wedemeyer, dos colegas alemanes. Estos últimos se destacaban por formar parte en el equipo técnico de las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado, donde desarrollaron tareas durante la década del ‘50. Allí participaron en el diseño de destacados proyectos, como las aeronaves “Pulqui II” e “IAE 35”.
Lejos de conformarse con avioncitos de morondanga, los profesionales fueron por más, y así nació ese milagro de la ingeniería llamado reloj Cucú. El mismo que sigue atrayendo oleadas de gente con remeras de “Recuerdo de Villa Carlos Paz” y cajas de alfajores en la mano.
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