Escribe Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
La locura de Fez no tiene parangón. Un amalgama de imágenes, aromas y sonidos nunca antes experimentados, que profana la resistencia del viajero, venciéndolo. Demasiadas sensaciones como para evitar caer rendido. El tumulto, las demostraciones populares, las construcciones, las comidas… todo explota alrededor como un espejismo. Como un cuento de las mil y una noches. Como un anhelo cumplido.
Esa aureola repleta de mística y realidad, convierten a la llamada capital cultural de Marruecos en un destino de antología. Ubicada al norte del país, en el noroeste de Africa, despliega sus encantos con la naturalidad de lo cotidiano. Conscientes del desafío, nos sumergimos en ellos.
Medioevo en pleno Siglo XXI
La ciudad de Fez tiene casi un millón de habitantes, y está dividida en dos: la parte nueva y la parte vieja. La primera corresponde a la época de la colonización francesa, y fue levantada a principios del Siglo XX. Extensas avenidas pobladas de arbustos ni limpias ni sucias, le marcan el rostro. Lo occidental se ve en la arquitectura general. La influencia musulmana, en las mujeres con pañuelo a la cabeza, en los cafés donde sólo se sientan los hombres, en la multiplicidad de mezquitas. Aún en lo interesante del cuadro, la fisonomía general no dice mucho.
En cambio, la parte vieja dice todo. Un tesoro a cielo abierto donde las culturas árabes y bereber respiran prósperas. Complejo y gigantesco entramado de callecitas estrechas, verdadero laberinto donde las sorpresas no paran de brotar. Protegido por más de 15 kilómetros de murallas, es un canto a lo auténtico, a lo crudo, a lo exótico. Una porción de la tierra que pareciera mantenerse en la edad media. Fue fundada en el año 789, y conserva en su seno buena parte de aquella época remota. La “Medina” es un circuito indescifrable, plagado de seres humanos que lo inundan cual hormigas.
Allí, las diapositivas brotan en forma de vergel. En un rincón, el viejo casi ciego grita para que alguien le compre una gallina. Al lado, otro vende verduras, y fuma un montón.
En frente está el que ofrece sándwiches de carne, huevo y vaya uno a saber qué. Varios de ellos coinciden en la moda: seda blanca de pies a cabeza, gorros cónicos tradicionales, sandalias y barba. Algunas mujeres, las menos, van cubiertas por el burka. La pobreza general es latente, pero también lo es el espíritu trabajador del pueblo, y el ingenio y tesón que invierte a la hora de ganarse la vida.
Pasan los burros cargados de todo: garrafas de gas, cajones de comida, ropa, bolsas de harina. Por lo estrecho de los callejones, son el único medio para transportar grandes cargas. El mar de gente apenas se abre para dejarlos pasar. Puestos de todo lo que la mente humana pueda imaginar hacen al contorno. Semejante paisaje está marcado a su vez por el espíritu artesanal. Lo prueban los orfebres que elaboran objetos de metal en plena calle, con hornos y pinzas. O los curtidores del pintoresco barrio homónimo, quienes linderos al río, tiñen la tela en decenas de piletones de barro.
Además del atractivo antropológico, la otrora capital del reino de Marruecos tiene un buen menú de sitios de interés. En ese sentido, destaca la puerta Bou Jeloud (una joya nazarí compuesta de tres arcos, que da ingreso al distrito de El Ayoun) y las mesquitas de el-Qarawiyyin (para muchos la más importante de la Nación), el-Atarin y Mulay Abdallah. También los Jardines, la Judería, el Palacio Real (que con su exquisita puerta de tonos dorados es un emblema de la ciudad) y la Plaza Bou Jeloud. Esta última es punto de encuentro por excelencia. A la caída del implacable sol, la invaden los juegos de feria, charlatanes y saltimbanquis, para regocijo del auditorio.
De un momento al otro, los parlantes de las mezquitas llaman a rezar. Entonces, la vida se paraliza. Después, Fez resucita para seguir regalándole al mundo su halo inconfundible.
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