El pensamiento de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sobre la tarea docente, expresado en su discurso de apertura de sesiones en el Congreso de la Nación, sorprendió. Generó reacción de los afectados, defensa de sus seguidores pero, fundamentalmente, se convirtió en un disparador que nos debe motivar a la reflexión.
No es intención de quien escribe abrir juicio sobre el pensamiento de nuestra mandataria que ha grabado numerosas medidas sobresalientes en las páginas de nuestra historia y que ha realizado acciones significativas en materia educativa.
Toda opinión merece respeto, más allá de no acordar con ella.
Sin embargo, no podemos evitar analizar la problemática de la educación desde el punto de vista humano y no material.
La educación es un pilar fundamental en la construcción de la justicia social y la libertad de los pueblos.
Pero, la educación (palabra aguda que puede transformarse en grave si no se le pone acento) por sí sola no existe, necesita esa figura emblemática que debe ser valorizada por su esfuerzo y vocación: el maestro.
Ese guía que con su tarea diaria va dejando lo mejor de sí para llevar el conocimiento (tan indispensable) a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes.
La tarea docente requiere una alta dosis de sacrificio y vocación. La mayoría de los que están al frente de aulas han elegido ser educadores y aceptan, desde hace años, todas las fisuras de un sistema que no es ideal.
Lo sufren. El maestro siempre está. Allí donde existe una duda, una pena, una sonrisa. Está. Con aciertos y con errores. Con virtudes y con defectos. Está. Para enseñar (trabajo loable si lo hay) y para contener a casi cuarenta alumnos por aula, para encontrar el tiempo y el dinero para la capacitación y para cumplir con todos los compromisos exigidos por la escuela.
Está, con buen tiempo y mal tiempo.
Luchando con las dificultades, superando los inconvenientes, sacando fuerza de la debilidad.
Y aquí surge la primera pregunta que nos ronda si vamos a hablar de las horas dedicadas al trabajo: ¿Quién trabaja más: un docente o un legislador?
La comparación surge porque, precisamente, el tema fue tirado ante los legisladores.
Legisladores que calentaron el verano elevando sus dietas al doble sin necesidad de reclamos o “paritarias”.
No está mal que ganen más si no les alcanza, pero los trabajadores tienen el mismo derecho.
Seguramente, muchos dirán: “La tarea de un legislador no puede medirse en horas, ni en proyectos presentados (algunos jamás redactaron uno), ni en palabras pronunciadas, ni en inasistencias al recinto.”
Puede ser, pero con esa lógica la tarea del docente tampoco puede medirse en horas ni en período de vacaciones ni en porcentaje de ausentismo.
Los docentes reclaman hoy un salario mínimo que no llega ni al diez por ciento de los ingresos (35 mil pesos, más los pasajes aéreos) de uno de sus representantes en el Congreso.
¿No es acaso un reclamo justo?
¿Es tan exagerado como para quitarle valor a su tarea?.
Si el Estado no respeta al educador, si lo deja a la deriva, pocas chances existen de elevar el nivel de la educación y, por lo tanto, regalarle a los niños esa Patria grande que soñaron nuestros próceres y que hoy sueñan miles de jóvenes que confían y aman a Cristina y al proyecto nacional y popular.
Valorizar al docente, darle el lugar que le corresponde en la construcción de un país mejor, es indispensable si queremos tener un pueblo con igualdad de oportunidades.
Para que nunca nos falten esas personas con corazón de tiza.
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