Escribe: El Peregrino Impertinente
La semana santa aterriza una vez más, y el ciudadano promedio se dispone a hacer en estos días que se vienen, todo lo que no hace durante el resto del año: negar las virtudes del asado, comer infames empanadas de atún e ir a misa. En el colmo de la ingenuidad, supone que con esa única visita en doce meses, lavará una parva de pecados de dimensiones tan extraordinarias, que no le entran en la conciencia. Dios mira al religioso de ocasión desde arriba, y abriendo los brazos suplica: “Parad un poco, hijo mío ¿acaso me habéis visto cara de Pentium III a mí?”
Pero más allá de aquellas particularidades, lo más destacable de la fecha pasa por otro lado. Son las minivacaciones que provee lo que le da brillo. En tal sentido, un abanico de posibilidades se abre ante los ojos del turista: en Córdoba, la magia del Valle de Calamuchita, el encanto de Punilla, la majestuosidad de las Altas Cumbres, la paz de las Sierras Chicas y de las Sierras del Sur, y los enigmas de la capital, son algunas de las opciones. Fuera de los límites provinciales, las propuestas se potencian: el maravilloso norte argentino, Cuyo y sus sortilegios y la siestecidad de Santiago del Estero, configuran apenas una porción de la oferta.
Los primeros en rubricar la idea de la escapada son los hosteleros. Mientras aguardan el aluvión de visitantes, los representantes de la llamada “industria sin chimeneas” preparan mesas y camas, y valiéndose del carácter místico de la época, le prenden velas a San Melasrasco, el santo que convida a quienes tienen mucho tiempo libre.
Señora, señor, aproveche la coyuntura y péguese un merecido viajecito. Se lo va a agradecer el corazón, la cabeza y su hijo, ese gañan irresponsable que ya se relame de solo pensar que le queda la casa sola durante todo el fin de semana.
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